Andamos inmersos en la negatividad de las cosas. Todo lo que ocurre es malo. O al menos casi todo lo que nos trasladan los medios de comunicación y las redes sociales. Guerra en Ucrania. Huelga de transportistas. Desabastecimiento en los mercados. Subida desorbitadas de los precios de la energía. Pérdidas millonarias de las empresas. Despidos. Abandono del pueblo saharaui a su suerte por parte de España (y de Estados Unidos, de Alemania, de Francia...) Los cuatro jinetes del apocalipsis parecen estar a la vuelta de la esquina: la guerra, la peste, el hambre y la muerte. Y, si embargo, la vida en las calles sigue su curso en medio de la más absoluta aparente normalidad.

En España parecen existir tres "realidades" separadas y dispares: la que se observa en las calles, centros comerciales, bares y cafeterías. En esa realidad, digamos que "real", las terrazas de los bares y restaurantes surten bebidas y comidas que los clientes consumen como si para ellos no hubiese un mañana. Las cajas registradoras de los supermercados no dejan de escupir tiques de ventas y por las puertas salen carros repletos de todo tipo de productos. Los coches que circulan por las calles son cada vez más nuevos, más grandes y más potentes. Las ventanas de las viviendas siguen iluminadas, señal de que alguien paga a las compañías eléctricas los astronómicos recibos.

Luego está la otra "realidad", la que muestran los informativos de televisión, radio y diarios. Aquí empieza a cundir la inquietud. No es que el mundo vaya a acabarse de un momento a otro, pero casi. Ya sé que la "normalidad" no es noticia, que al público le atraer más el enfrentamiento que el acuerdo, la tensión que la calma, lo malo que lo bueno. Pero todo debería tener un límite. O un contrapeso. Algo que alivie el aire enrarecido que se respira en los telediarios, en los que el progreso de la humanidad parece haberse detenido de forma abrupta. Aunque sólo sea por consideración a muchas personas a las que esta segunda "realidad" tiene angustiadas, inquietas, asustadas.

Y por último está la tercera "realidad", la que asoma en las redes sociales. A esta le llaman ahora "realidad virtual", pero millones de personas están convencidas de que no hay realidad más real que esa. Si la segunda realidad, la de los telediarios, es inquietante, la tercera es terrorífica. El mundo se acaba y, por supuesto, por culpa del gobierno socialista-comunista-terrorista que está hundiendo el país en la miseria y en el caos. Asomarse a esta tercera "realidad" lleva al observador a adoptar dos posibles actitudes: la ira o la depresión. La ira es lo que predomina en este momento, aunque la depresión puede ser el paso siguiente si prosperan las ideas que los cuatro jinetes del apocalipsis tratan de fraguar a través de las redes.

De esas tres "realidades", me quedo con la primera. Porque es la que ven mis propios ojos y porque, de las otras dos, a los dueños de los medios de comunicación les guían sus intereses. Por eso me creo la mitad de las cosas que publican los medios. De la tercera "realidad", la que corre por las redes sociales, no me creo ni la mitad de la mitad porque, además de responder a intereses, sé que esconden mala fe. Los medios manipulan, sí, pero las redes intoxican de forma burda y envenenan el ánimo de millones de personas.

Sea cual sea la realidad a la que nos acojamos, lo cierto es que estamos necesitando algo que nos reconcilie con el ser humano. Algo positivo sobre la vida en la tierra. ¿A qué nos agarramos en estos tiempos de tribulación? A la capacidad del ser humano, como el ave fénix, de resurgir de sus cenizas. La historia está llena de ejemplos de cómo después de la tormenta llega la calma, de cómo muchos grandes avances de la humanidad han surgido de terribles convulsiones. Las crisis son reversibles hasta convertirse en grandes oportunidades. El ejemplo más cercano es la rapidez para dar con las vacunas contra la covid. Para ello lo que necesitamos es menos catastrofismo y poner en funcionamiento la brújula de las soluciones. Más ingenio y menos mal genio. Más propuestas y menos odio.

Foto AP/Markus Schreiber