Si hubiese nacido en la rue Rivoli de París, por ejemplo, sería devoto de las obras de arte que guarda el Louvre. Sería francés y rico porque en el centro de París, al lado del Louvre, sólo vive la cream de la cream parisina. Probablemente sería devoto de Notre Dame o quizás un redomado ateo que pasea y toma el sol los domingos en la ribera del Sena. Pero nací en la plaza de Andalucía de Fuentes, que entonces se llamaba plaza Primo de Rivera. Lo más parecido a una ribera por la que pasear era el arroyo la Madre y las obras de arte de nuestro museo más querido las tenía casi al lado de casa, en el convento de la Mercedarias y eran propiedad de la hermandad de la Veracruz. Por eso su arte es el que me conmueve.

La tarde del 25 de marzo de 1970, jueves santo, había salido lluviosa. Fuentes navegaba entre el día que se resistía a morir y la noche que no acababa de nacer. La iglesia de las monjas estaba abierta para todo aquel que quisiera visitar la Veracruz porque la lluvia desaconsejaba su salida. Bajo un paraguas, encarando la calle Mayor hacia las monjas, íbamos mi hermano Pepe Ricardo y yo, él con once años y yo con cuatro. Nuestra familia y la de don Alfonso el practicante nos habían inculcado el amor hacia el convento. Pepe cogía con una mano el paraguas y con la otra me conducía a mi. Envuelta en la magia de las dos luces, la fachada del templo se ofrecía imponente y los ojos de aquel niño de cuatro años guardaron la imagen como la esencia misma de la belleza, el canon del arte, la emoción de lo irrepetible. Arte y devoción en un único instante. Había que ser devoto de lo que guardaba aquel misterio.

La fachada netamente clásica, con su cerámica con motivos alusivos al misterio de la Encarnación, atraía como un imán. Pero el verdadero impacto se produjo una vez en el interior, ante el retablo blanco con decoraciones en fruta y guirnaldas donde se representan los santos mercedarios, la talla del Cristo de la Veracruz y el altar de privilegio que se ubica en el presbiterio. Aquel año no hubo procesión, pero el lugar obró el milagro de la pasión, el amor, los costaleros, los penitentes, los titulares, los nazarenos, la música, el olor del azahar, el incienso... formó un todo que envolvió al niño en un manto que, muchos años después, sigue acogiendo al hombre que fue luego. El arte se hizo carne en la Veracruz.

Desde entonces, cada jueves santo sentía que Fuentes revivía. Nunca supe expresarlo con palabras, pero lo sentía en lo más hondo viendo la Virgen del Mayor Dolor, su mirada hacia el cielo, las lágrimas surcando sus mejillas, el paso con sus respiraderos, varales, candeleros, peana, el palio de terciopelo rojo bordado de oro y seda, el manto de oro, la candelería lista para iluminar las imágenes, el olor a incienso impregnando la iglesia, los claveles, gladiolos, lirios, orquídeas. Claveles rojos representando la sangre, los blancos de la pureza... Y los ojos de aquel niño que no entendía por qué se le llenaban las pupilas de arte que rebosaba por los lagrimales de la inocencia. Lo sentía en las túnicas y capas blancas con antifaz, en el fajín y en la botonadura de raso verde. Aquello tenía fuerza hipnótica.

Ojos atrapados por aquella forma de colocar las flores, el manto de flores del suelo del paso del Señor, una alfombra, las velas encendidas alumbrando la imagen de la Virgen, los pies donde iban sujetas las velas, los sudarios. La imagen del crucificado de la Veracruz tallada en madera de pino representa a Cristo muerto representa una anatomía y una policromía en tonos claros. Cristo procesiona en un paso tallado por artistas locales, según diseño de Manuel Mazuelos. Acompaña al crucificado en el paso una imagen de María Magdalena. Aquellos pasos cautivaron para siempre mi pasión y mi amor por esta procesión de la Veracruz. Si hubiese nacido al lado del Louvre...

El arte de nuestro pueblo tiene tanta fuerza porque es posible verlo, pero también oírlo y hasta olerlo. Es para creyentes y para no creyentes. A veces ocurría el milagro del arte, para devotos y ateos, al pasar la Veracruz por un lugar tan poco propicio para la devoción como era la puerta de la taberna de José María el Parro, con la Carrera a rebosar, sobre la barra el vino manzanilla, el jamón y el queso manchego. Ocurrió el 7 de abril de 1977 cuando Zacarías, Clarín o Siria (Siria, Clarín o Zacarías, tanto monta, monta tanto) dedicó una memorable saeta a la Virgen del Mayor Dolor que subía, iluminada por un enorme abanico de candelabros, el manto bordado en oro, la cuesta de la Carrera una vez superadas las calles Nueva y Medio Manto. Eran los años de esplendor de tal vez los dos mejores flamencos saeteros que ha dado Fuentes.

La música, como los olores, es parte inseparable del arte sacro. Donde va una, va la otra. A finales de los setenta, las saetas de Zacarías, Clarín y Siria, pero también la banda de música, que por aquellos años capitaneaba un Garbancito aún joven y animoso. Tenía la banda un Padilla habilidoso en el redoble, esa forma musical que apasiona tanto a capillitas como a anticapillitas. La tarde del jueves santo tenía lugar los santos oficios, muy frecuentados por los pasionarios de Fuentes, vulgo capillitas. Con once años me llamaba la atención que los costaleros fueran un tal Ríoz, Robustiano, Sebastián el Penco y Teodoro, éste último actuando de manijero. La hermandad fue fundada en el hospital de San Sebastián entre los años 1560 y 1595, como se fundaron numerosas cofradías de la Santa Veracruz. En el mencionado hospital permaneció la hermandad hasta 1858, cuando pasó al monasterio de la Encarnación.

La Virgen del Mayor Dolor es una talla anónima de la segunda mitad del siglo XVII. El crucificado de la Veracruz fue tallado en madera de pino a mediados del siglo XVII por un autor desconocido anónimo. La iglesia conventual de la Encarnación fue fundada por Gómez de Guzmán y Catalina de Sandoval, marqueses de Fuentes. Fue reedificada en el año 1860 tras un incendio sufrido a mediados de siglo. En la orfebrería Villareal, fundada en 1954, por Don Manuel Villareal Fernández en la calle Alfarería de Sevilla se hizo el paso de palio con respiraderos, varales, candeleros de cola y la peana de la Virgen del Mayor Dolor. De esta procesión es llamativo "el cortejo", en el que participan en 4 niños vestidos de época, la fe, esperanza, caridad y la verónica. También curioso es el manto de la Virgen de las monjas, que fue bordado por las Mercedarias y una de ellas se quedó ciega.

En la década de los ochenta hubo un salto importante. Los costaleros pasaron de ser de pago a gratuitos. Los hermanos costaleros cargan desde entonces los pasos. Pasaron muchas más cosas, pero el arte siguió donde debía estar, en nuestro Louvre chiquitito de la calle Mayor. Aunque por mor de la emigración, desde hace demasiados años mis jueves santos han quedado reducidos a los paseos por la orilla del mar en Benicasim. Si hubiese nacido en la calle la Corte de Benicasim me encandilaría el intenso azul del Mediterráneo, pero nací en Fuentes y me puede el paisaje infinito de la campiña y el paso del Señor de la Veracruz y de Nuestra Señora del Mayor Dolor. Si hubiera nacido en París es más que probable que no derramaría ni una lágrima de nostalgia por el arte de la pasión de Cristo.