Mi abuelo José siempre decía "lo único que la persona tiene es su palabra". Seguramente en su época el honor y la palabra dada eran muy importantes y un apretón de manos era el valor de la dignidad y el respeto de su trabajo y su persona. La palabra empeñada y un apretón de manos sellaba entonces un trato o un acuerdo mucho mejor que un documento firmado de hoy en día.

En cualquier esquina, casa, finca, bar o taberna, dos caras curtidas frente a frente, una mirada a los ojos, un apretón de agrietadas manos y una frase varias veces repetida: “trato hecho”. Para qué más. Así de simple, sin firmas, ni legajos, ni papeles y, en algunos casos, ni siquiera testigos. Sólo la palabra. La palabra como un antiguo baluarte insobornable, como una prueba irrefutable de la más noble de la condición humana.

El campo y sus gentes son un mundo aparte. No puede entenderse lo que la tierra representa para un agricultor o un ganadero sin involucrarse plenamente con la identidad y las costumbres del lugar y de sus tierras, su ganado, sus linderos, aquella piedra que puso mi abuelo, aquella palma del padrón. Aquel hombre del campo, de sólidos y fuertes principios, con distribución de tareas de sol a sol, el que vivía y luchaba por esa tierra que le vio nacer, que le alimentaba y le permitía vivir.

Y como hombres que eran, encontraban conflictos y problemas que se habían de solventar. A veces el sentido común imperaba. Otras veces imperaba el enfrentamiento, el agravio y la separación, aunque las menos. Todo lo cual afectaba negativamente a los intereses del hombre del campo. Es efectivamente entonces, cuando el lado humano, el que cuida con esmero la comunicación y ese apretón de manos, que una vez surgida la desavenencia, facilitaba el acuerdo entre los afectados y les guiaba hacia el encuentro, la solución real y la  satisfacción como personas.

Los antiguos hombres del campo se limitaban a irse guiando con la palabra para sacar de aquello que les distanciaba, el comienzo a trabajar juntos en la búsqueda de una solución, es decir, que ambas partes viesen como factible, asequible y ventajoso para sus relaciones comerciales, vecinales o de lindes, o de otros intereses, por ejemplo.

El valor de la palabra dada superaba todas las formas de contrato posibles, según me contaba mi abuelo. Hasta incluso hubo palabras respetadas más allá de la muerte. Y así parece ser que fue a lo largo del tiempo. Después, nosotros, hemos ido conociendo una etapa de transición, donde la cultura del engaño empezó a tomar posiciones agigantadas. Aunque también cabe recordar para ser justos que pícaros siempre hubo, rateros de corrales, naranjales, olivares… Charlatanes liantes de mil artimañas, todo hay que decirlo, si, tal vez de lo que nos llegaría más tarde, una minúscula visión de nuestro tiempo actual.

Como es sabido, ya en aquel tiempo, las miserias humanas fueron sigilosamente perforando la capa de la honradez. Pero la honradez era un blasón que todavía lucía por encima del dintel numerosas puertas y la “palabra dada” tenía un alto predicamento aun entre mucha gente cabal de esta tierra que nos ha tocado en suerte y aún lo tuvo mucho más en tiempos de nuestros abuelos. ¡Qué tiempos debieron de ser aquellos! Que hasta en las reuniones de “una alberca” llegaban a acuerdos sin grandes desavenencias, según ellos mismos relataban.  Desde aquí un recuerdo a todos ellos.