Un atardecer cualquiera de final de otoño. Paseo por las calles del Cerro, silenciosas, doradas por el sol que se va despidiendo apenas sin querer. Barrio rodeado de colores imposibles, creando una luz de ensueño. Mis pasos me llevan por el pasado de mi pueblo, por el sur del mismo. Incluso aquí el sur doliente permanece en un olvido, apenas con futuro. Pienso, mientras paseo, intuyo, recuerdo, sin haberlo vivido cómo sería la vida en la calle la Luna (Comandante Baeza) donde vive, Trini viuda de Julio Miranda el del bar de la calle Lora.

Calle Cerrojeros, donde aún suena el tintineo del metal como una plaza de Seffarini desaparecida ¿Fue este lugar el sitio donde los moriscos se ocultaron bajo un bautizo fingido, obligado para salvar la vida y la hacienda? Calle Alta número 10, donde vivió Campos, hombre honrado, recordado presidente del hogar del pensionista. Y Simón y su mujer, profesora de Cambridge, ya jubilada, en el número 4. Todas calles silenciosas que ocultan el origen de Fuentes. Calles trazadas alrededor del castillo del Hierro, que las sueña desde su torre del homenaje llenas de vida, de trasiego de rebaños, carros y yuntas, de mujeres con pañuelos a la cabeza hablando en algarabía, a pleno pulmón unas, cantando romances otras, mientras barren la puerta que por la noche sería salón de tertulia, mientras las niñas y niños jugaban a los micos, a los veinte barriles o cantaban “Estaba el señor don gato” ignorando el verdadero sentido de la letra.

Mujeres que limpiaban las casas, regaban las flores, encalaban dejando un recuerdo en generaciones nuevas que, a pesar del tiempo transcurrido, guardan un recuerdo añorante de casas encantadas, mágicas. Como la de Josefa Ramírez Lozano, con su corral al final y su limonero que junto a su marido Juan Pruna recibían a nietas, nietos y amigas que aún “flipan” con la casa cuando la recuerdan. Me alejo por la calle Alta, llevándome en el recuerdo a Monago y su familia los Cepos, sabiendo que en las noches de verano ya apenas habrá vecinas en las puertas, ni niños jugando. El tiempo, ese misterioso que ocupa el espacio, se quedó dormido en el Cerro y fue destruyendo la memoria de lo que fuimos.

De pronto me viene a la memoria aquello que le oí a una mujer con muchos años. Cuando se estaba creando el parque del Molino de Viento decía que no era lugar bueno para celebrar una romería porque cerca de allí había corrido la sangre. Pregunté a gente que había vivido cerca del lugar y no supieron darme noticia de algún suceso sangriento, solo una persona me habló del torreón que había no muy lejos de allí.

Se trataba de la construcción donde colgaban a los ajusticiados. Dado el tiempo transcurrido, nadie podía recordar lo que me contaba aquel anciano. Entonces reflexioné sobre la manera que permanece el pasado y cómo éste está más cerca de nuestra manera de ser, de nuestra cultura, que lo actual. Pero la realidad se impuso y pensé que lo que ha permanecido durante 300, 400 años se va perdiendo, se ha perdido en los últimos 50. Nadie puede evitarlo, solo nosotras y nosotros, que vivimos en el mismo espacio que ocuparon hombres y mujeres en un tiempo que permanece oculto.