Nunca, ni siquiera en sueños, había visto una plaza tan grande. La vetusta estación parecía una tortuga varada. Era imposible no sentirse pequeño, no sentirse provinciano, no sentirse perdido en aquel espacio inmenso. Yo sólo estaba de paso o, mejor dicho, de trasbordo hacia Salamanca, donde me esperaba la chica de mis sueños. Debía encontrar la calle Fernández Shaw. Entré en un bar, el camarero llegó en una fracción de segundo, le dije hola, mi acento nunca había sonado tan andaluz. Le pregunté por la calle de nombre impronunciable, no dijo nada, se fue. Pensé que había llegado a la ciudad más borde y maleducada del mundo. El camarero volvió enseguida con un callejero, me mostró la situación exacta del lugar, qué autobús me llevaría y dónde tomarlo. Pensé que todo el mundo ha estado alguna vez perdido y que todos somos foráneos, algo que aquel camarero sabía de sobra.
Llegué a Madrid y Madrid me quiso, sentí que a mí también me pertenecía y que se puede ser de varios sitios al mismo tiempo. La ciudad histérica y alegre, pija y popular, cercana y distante, humana y cruel, cutre y hermosa, estaba llena de provincianos como yo, venidos de muchos mundos. Menudo cruce de caminos, tan andaluza como gallega, tan catalana como extremeña, cántabra y melillense. La que no pregunta de dónde eres, porque si estás allí, eres de allí. El pueblecito de Castilla la Nueva, la ciudad de las letras que dejó al mundo sin palabras. La de los mamelucos el dos de mayo y los fusilamientos el tres, la de los motines y las capas de Esquilache, la que proclamó la segunda república. La heroica ciudad de Madrid que iba a combatir el fascismo en tranvía.
¡No pasarán!
El nieto del rey Sol quiso hacer de Madrid el París y de España una Francia; centralizó, uniformó, estandarizó y castellanizó todo, acabando con el reino de reinos ibéricos de los Habsburgo. Tras aquellos polvos llegaron muchos lodos. Madrid no es nada per sé, lo es por permitir sueños realizables, por ser una tierra de promisión sin beatas tras los visillos, sin padrinos ni compadres, anónima ciudad para perderse sin extraviarse. La Gran Vía hierve las veinticuatro horas, haciendo latir a toda prisa el corazón de la metrópoli, el tiempo deslumbra de puro dorado.
Ay, Madrid, corte de los milagros, siempre presente en la ventana plana de mi comedor. Hay una moda que, como todas, es estúpida y contradice el alma grande de la ciudad. Se trata de un individuo tristemente gato, el cateto madrileño. En cuanto sale del foro crece medio metro y desde las alturas mira a bulto y con desdén a los mortales. Ese ya no dice “de Madrid al cielo” porque cree vivir en él. Todo fuera de sus contornos es un páramo desolado. Las otras Españas están a las afueras del centro del universo, respiran porque la capital lo consiente. El chulapo castizo ha muerto para dejar paso al chulazo prepotente, superior al resto por haber nacido en el paraíso. Siempre pensé que los madrileños nunca han existido, con una excepción, Benito Pérez Galdós, que era canario. Su presidenta enarbola la bandera de las siete estrellas, el agravio y hasta de la persecución permanente, ella es “la libertad guiando al pueblo”. A su sombra, un mini alcalde que no guía a nadie, pero comparte el verbo de la estupidez sin complejos y ve la realidad con gafas de culo de vaso. Qué gran tierra, qué pequeños gobernantes.
Los medios de comunicación también usan el ombligo como pie de rey. Una población es grande o pequeña, rica o pobre, comparada con Madrid, que es la más grande, rica, tiene más teatros, equipos de “fúbol” y rotondas. A veces hasta sus playas son las mejores. En las teles están abonados la virreina de “Carpeto-betonia” y su mini yo. No recuerdo haber visto una entrevista con Jaume Collboni, “Barcelona es provinciana”. Es como si cuando hablan de Madrid lo hicieran de España entera, como si todos fuésemos de Madrid, como si no serlo fuese una desgracia. Los apoltronados tertulianos hablan de Andalucía, de la fabada asturiana y el marmitako como si supieran de qué están hablando. El colmo es escuchar a Isabel I de Madrid que “Espanya ens roba”, a ellos que inventaron el flamenco, la tortilla de patatas y el silbo gomero, la tierra del jamón ibérico, el vino de Rioja y la jota aragonesa.
Madrid, en primera línea del pueblo, entre el cielo y el infierno, siempre has sabido ser alma de descontentos y anhelo de las Españas, pero ahora miras con usura tu propio centro. Vuelve a rozar el cielo con un dedo, demuestra quiénes te hicieron. Tu espíritu no vive en el barrio de Salamanca, ni en La Moraleja, sino en San Blas, Lavapiés y Villaverde Bajo, en los pasillos del metro entre trasbordos, cuando aún es de noche.