No todos los animales son capaces de reconocer su imagen reflejada en un espejo, sin temer ser agredidos por sí mismos. La imagen que nos devuelve cada mañana el espejo se parece a la real pero con frecuencia es engañosa. A lo largo de nuestra vida buscamos personas en las que mirarnos, a las que admirar, imitar y seguir, son como nuestros alter ego, pero mucho mejores. Fantaseamos con conocerlos, con ser uno de los suyos. Nadie se ve identificado con un fracasado, con un perdedor. Buscamos la excelencia, el prestigio de los triunfadores.

Un chiste muy viejo situaba a un tipo pegándole martillazos a una cacerola abollada, a la puerta de su choza. De repente, justo por encima de él, pasa un reactor a gran velocidad. El hombre exclama “lo que hacemos los ingenieros”.  Siempre nos situamos en el lado victorioso. Por eso hablamos en plural incluyéndonos en los éxitos deportivos y decimos: hemos ganado la copa del mundo, la del champiñón o el copín bendito. Siempre salimos ganando, no entonamos la canción que popularizara el genial grupo argentino “Les Luthiers”, cuyo estribillo decía “perdiimos, perdiimos, perdiiimos otra veeeez”.

Todos queremos estar con los mejores, pertenecer a una élite de escogidos. Por eso nos apartamos de los que fracasan, pensando que la falta de éxito de alguien se debe a su falta de valía, su indolencia, su vagancia o la ausencia de perseverancia. A nadie le gusta que lo incluyan en la lista de los “pringaos”, de los “muertos de hambre”. Así que, por definición, o mejor dicho, por defecto, todos somos los mejores. Todos jugamos en la primera división de la vida.

Estos días se habla mucho de ricos y pobres, pero sobre todo se habla de la clase media. Llevo toda la vida intentando saber qué es la clase media. Entiendo que es una clase social, pero ¿dónde está la media? Algunos especialistas (los hay para todo) tratando de compartimentarlo todo, han estratificado la clase media, más o menos como en el hinduismo. Ahora existe la clase media baja, la media alta, la media media, la media baja alta, la media alta baja y alguna otra que en algún sitio estará inventándose alguien sesudamente.

Así que todos, los no millonarios, somos de clase media, porque de no serlo, somos unos pelanas. Estamos todos en el mismo saco, el que se va de vacaciones a la isla de Comodo a ver lagartos gigantes y el que no puede encender la estufa. Para llegar a esta conclusión han hecho falta muchos años de televisión, Corte Inglés y autoengaño. No sé por qué nos extrañamos de que tanta gente pobre vote a la derecha, en muchos casos, y cada vez más a la ultraderecha.

La “utraderechita cobarde”, la de las soluciones milagreras instantáneas, pone en la diana a los inmigrantes, como sus predecesores ponían a los judíos (también a los gitanos, homosexuales y a muchos más colectivos diferentes). Los culpables de todo para los del cerebro plano son los aún más pobres que tú, más pringaos que tú, unos desgraciados que no prosperan en la vida, que ni sienten ni padecen. Son de la baja estofa, unos rebañorzas. Cuando un inmigrante establecido en Europa llega a su pueblo de vacaciones alardea de los arrabales de un mundo del que muchos quieren expulsarlo, de una vida que al parecer no le pertenece. Aún así tiene que demostrarle a sus paisanos que, a diferencia de ellos, él no es un paria del tercer mundo.

Cuánto pobre, cuánto pobre, afirman muchos que consideran que la solución está en apelar al corazón y dejar unas monedas en el cepillo de la iglesia de la santa caridad. Beneficencia, o mejor dicho, el acto displicente de regalar lo que sobra. No se habla ya de justicia social, de igualdad de oportunidades. Es como si Jean-Jacques Rousseau tuviera razón, como si al venir al mundo todos fuésemos una tabla rasa y pulida y fuesen nuestros actos deliberados los que le dan forma. Somos tablas, sí, pero unos son de roble francés, otros de encina, otros de chopo y otros de cartón piedra. Olvidamos que el medio, la vida, nos moldea a su antojo. ”Yo soy yo y mis circunstancias”, decía Ortega y también Gasset. El hecho de que emulemos a los ricos no nos convierte en acaudalados ciudadanos. No se nos pegan los billetes de cien euros por estirar el cuello, por culpar a los menos afortunados de nuestros males.

Han tardado años en conseguir que la mayoría de la gente piense que pertenece a la clase media, esa que no llega a fin de mes, pero que no es ni rica ni pobre, sino todo lo contrario. Gracias a nosotros la clase media, el dinero manda mucho más de lo que se merece. El poder del dinero pone gobiernos que perpetúan privilegios, mientras son aclamados por el mismo pueblo que los pierde.

Amigo/a mírese en el espejo y lo más seguro es que vea a un trabajador, un asalariado mal pagado o muy mal pagado. O quizás un trabajador autónomo al que vivir le cuesta la misma vida, tal vez convencido de ser un empresario. Lo que verá es el reflejo de lo que es, no de lo que le gustaría ser.