El vehículo se desplazaba a una velocidad uniforme, el tráfico se hacía cada vez más y más denso. La escala de lo que veía por la ventanilla no tenía parangón, nunca hasta entonces había visto nada tan grande. Madrid surgía de la noche envuelta en la luz amarilla de las farolas. Al bajar del autobús, en la cutre estación de Palos de la Frontera, los taxistas se agolpaban ofreciendo sus servicios. Una sensación de inseguridad me asaltó, agarré con fuerza la bolsa de viaje. Amanecía en la capital y la ciudad, la inmensa ciudad, se ofrecía llena de oportunidades y ricas experiencias por vivir. Buscando mi destino en un enorme plano, en el andén de una estación de metro cercana, me sentí un poco perdido y también más libre de lo que me había sentido nunca. Al salir a la superficie, ya estaba en casa. Madrid me quiso.

Conozco el alma del foro, el trajín cotidiano, las carreras por los pasillos del metro, las prisas casi agónicas. Uno abre la puerta de un bar e inmediatamente oye la voz del camarero gritando ¿qué va a tomar el señor? La gente es amable, hay que sobrevivir al asfalto y todos necesitamos empatía, en Madrid saben de esto. Las enormes distancias roban lo más preciado que un mortal posee, el tiempo, el oro se mide en minutos. Es una jungla de hormigón. Sin embargo, reconozco mi amor por la metrópoli, siento la fascinación de un provinciano y el desahogo que proporciona el anonimato.

Muchos años después de mi primer viaje, sentado en mi sillón de orejas, veo la vida y sus miserias desde la caja plana, que es tan estúpida como cuando era catódica. Casi nada de lo que veo me gusta, el mundo está como para devolverlo antes de que caduque la garantía. Hay algo que crece alarmantemente en los últimos tiempos: el cráter del ombligo madrileño se ensancha cada día un poco más. Los medios de comunicación, la clase política y la económica, y su manera de interpretar el mapa son bastante responsables. “Desde el pirulí se ve el país”. Pero lo que ven muchos, más que un país, es un arrabal, una extensión, las afueras de Madrid.

No hablo de esa actitud simpática del castizo que pregunta “¿Tú qué, de provinciiaas?”. Hoy hay madrileños que no aguantarían ni dos renglones en una novela de Galdós (el único madrileño que ha existido, quizá por haber nacido en Gran Canaria). En los medios la única medida de las cosas es Madrid. La opinión sobre esto o aquello la tiene el pueblo de Madrid. ¿Qué importará lo que opinen en Jaén, San Roque o Fuentes de Andalucía? Cada día, los informativos le dedican mucho más tiempo de lo razonable al corazón, como si España no tuviese extremidades, como si no hubiese más órganos y sentidos, como si el corazón y el estómago fuesen lo mismo. Como si no latiese cada pueblo, cada ciudad.

La presidenta de la comunidad tiene una sección propia. Pase lo que pase, ella opina sobre la urbe y el orbe. Se viene arriba y, sin complejo alguno, afirma que el flamenco es madrileño. Madrid es España dentro de Madrid, o algo así dijo, o quizá fue al revés. Es la ciudad de las manifestaciones, las únicas, la de los atascos de tráfico para llegar a Navacerrada retransmitidos en directo. Vivo al lado de la A-49, donde hay atascos normales todas las mañanas y atascos especiales cada fin de semana, pero no son importantes. Si solo viésemos pantallas, creeríamos que no hay vida más allá de las siete estrellas, que todo es un desierto si no se está a la sombra del madroño.

El nuevo “gato” que se impone en el siglo XXI, arengado por su mandataria de ojos vidriados, mira en todas direcciones creyéndose el centro, considera que Madrid nos da de comer a todos. Que gracias al trabajo dedicado de sus laboriosas hormiguitas, todas las empresas se instalan allí, que no hay un efecto imán hacia la capital. Madrid no nació por generación espontánea, existe porque existe España, es una obra conjunta de todos a través de los siglos. Es muy andaluza y muy vasca, muy catalana y muy extremeña, tan castellana como canaria, igual de aragonesa que asturiana. Es la plaza del pueblo, el cruce de caminos, ahí reside su grandeza y la riqueza de su mercado.

¡Ah Madrid, con sus pijas de Serrano y sus buscavidas del Rastro! Elitista y popular, con pajarita y alpargatas. Amada Madrid, la del Siglo de Oro, la del Dos de Mayo, la de la residencia de estudiantes, la de Edgar Neville, la que proclamó la II República, la heroica que gritaba “no pasarán”, la de la Movida y la verbena de la Paloma. ¡Ah Madrid la de los grandes museos (del jamón)!.

La escala de Jacob está en la Puerta del Sol, por ella suben “de Madrid al cielo” los ángeles, pero también suben del infierno todos los demonios de España.