Cada tarde, hacía las ocho más o menos, un carrito avanza por la acera que separa el recinto ferial de la carretera. Subido va un hombre que es acompañado, día sí y día también por su mujer y su hija. Pasa con una dignidad impresionante este hombre al que le han amputado una pierna, posiblemente porque de no hacerlo hubiera sido peor para él. Su figura erguida, humilde como su carácter de siempre, lleva impresa el respeto y estima que se tiene a sí mismo y el que merece que le tengan los demás. El hombre humilde y callado, como de otro tiempo, siempre al servicio de los demás, que hoy necesita nuestra comprensión y estimación sin límites. Porque se lo merece, porque se lo debemos.

En los tiempos de la dictadura, cuando un grupo de hombres y mujeres se afanaban diariamente en oponerse a ella y tratar de conseguir mantener viva la llama de los derechos humanos, las libertades y el reconocimiento de las clases trabajadoras, él se encontraba en primera línea y pertenecía clandestinamente al PCE fontaniego y a las CC.OO., colaborando siempre en todo lo que se necesitaba. En la clandestinidad todo se cuidaba con extremo cuidado y cualquier acto realizado tenía muchísima importancia, pero las finanzas del partido eran las más respetadas, por lo que representaba para su organización: como ayuda a los presos políticos, el aparato de propaganda, acciones directas, etc.

La organización del partido en Fuentes era muy cuidadosa  con sus finanzas y se obtenían fondos de las cuotas de los afiliados; campañas extra de recogida de dinero; las jornadas en días festivos de salir al campo a por espárragos, palmitos o cardos arrecifes, para después rifarlos; algunas jornadas en la recogida del algodón o rebuscando aceitunas para después venderlas. Se llevaban a cabo un sinfín de iniciativas, todas válidas para la financiación del partido.

En 1972, el partido tomó la iniciativa de sembrar sandias para, con la venta de la cosecha, obtener fondos para sus actividades. Le pidieron a Sebastián Márquez “Pantalón” dos fanegas de tierras de olivos, que tenía antes de llegar al molino “El Pino”, con tierras de arenas frescas, muy buenas para las sandías, que las cedió para este fin. Nuestro protagonista, Sebastián García Moreno “el Colorao”, que ya emigraba a Francia, como otros compañeros, propuso que se plantasen según las técnicas de los agricultores franceses, tal y como él lo había hecho en el país vecino.

Se acordó, por tanto, sembrarlas con esa nueva técnica, consistente en poner en unas bolsas de plástico un sustrato de tierra que anteriormente se hacía mezclando tres cubos de tierra negra, dos de arena, una de estiércol de caballo y ligadas muy bien. Las bolsas llenas se iban depositando, colocadas convenientemente, en cajas de pescado vacías y en ellas se depositaban 2 o 3 pepitas de sandía. En una  pequeña parcela que tenían “Los Niños de los Pastores”,  junto al “Puente de la Lagunilla” en una vaqueriza, se pusieron las cajas que contenían las bolsas con las pepitas. Previamente se había construido un pequeño chozo con palos y plásticos, a especie de invernadero para albergar las bolsitas, que periódicamente se iban regando. Era un vivero rudimentario.

Aquello levantó una gran curiosidad, no solo entre los militantes, que estaban deseando que el invento de “el Colorao” tuviera éxito, sino también entre muchos “mayetes”, que conforme se enteraban iban pasando para a ver si esa nueva técnica era buena para ellos. Fueron pasando los días y las plantas iban creciendo. A los quince días las matitas ya estaban con unas cuantas hojas (preciosas). Así que cuando el camarada “Colorao” decidió que las plantas ya estaban para pasarlas a la tierra, el partido convocó una reunión entre todos sus militantes y simpatizantes para que, el día que se acordase, ir todos a los olivos de Sebastián Márquez y así poder terminar la plantación en el mismo día.

Llegó el día de la plantación de las sandias y un gran número de camaradas se desplazaron al tajo para realizar aquel trabajo tan laborioso. En el medio del cruce del surco se introducían las matitas de sandía, desprendiéndola del plástico y se cubría con tierra. Todos estaban muy satisfechos porque habían sembrado el sandial y lo habían dejado ya nacido. Si el invernadero donde habían tenido las cajas estaba siempre concurrido, no lo eran menos el haza donde las matas de sandías estaban creciendo. Las sandías de los demás estaban sembradas y las suyas ya estaban nacidas y muy adelantadas. A los 20 o 25 días de haber realizado la siembra una tormenta de granizo dejó caer su pedrisco y les jugó una mala pasada dejando las matas sin hojas. Todos sintieron la rabia del campesino, que por culpa de la meteorología se queda sin cosecha. Ellos pensaron que su esfuerzo y el gran invento de “el Colorao” habían sido inútiles. Pasaron algunos días y el tiempo había sido bueno, así que las matas empezaron a echar brotes y en unos días, todas las plantas que se habían quedado sólo con el tronquito se vistieron de hojas.

Todos volvieron a tener el entusiasmo y el optimismo de antes. Las plantas fueron creciendo y creciendo y se convirtió en un gran sandial. La cosecha se adelantó unos quince días, con respecto a las demás sandias, lo que permitió que el arranque de la primera cabeza se vendiera bastante bien, al ser las primeras sandías, muy dulces y de un tamaño considerable. Sebastián, el incansable Sebastián, había enseñado a los demás una experiencia que había aprendido en sus viajes de emigrante a nuestra vecina Francia. Los camaradas no sabían cómo agradecérselo porque la venta de las sandías reportaría un gran beneficio al partido.

Cuando se empezó a sacar la segunda cabeza, un poco inferior de tamaño, pero que todavía tenía un buen precio, una mañana, al llegar al tajo para arrancarlas se encontraron con que el sandial estaba destrozado. Con un coche habían reventado todas las sandías y las habían estrellado contra los olivos. Todo fue una experiencia muy rica, tanto por la técnica utilizada en la siembra, como por la participación y aprecio de todo el pueblo, pero tuvo un final fatal. En todos quedó la sospecha y el convencimiento de que aquello fue obra de los herederos fascistas, que no podían permitir que aquellos comunistas clandestinos fueran la admiración de todo el pueblo.

Sebastián siguió su vida humilde y con gran entereza enfrentándose a los problemas que la vida iba planteando a los que, como él, sólo tenían sus brazos para obtener el sustento de cada día. No en vano se les conocía como “braceros”. Siguió luchando y sirvió de ejemplo a muchos, pero siempre se mantuvo en segundo plano. No buscó protagonismos innecesarios, pero fue un hombre íntegro.

Cada tarde en su paseo, al pasar por mi puerta, Sebastián me da una lección de humildad y fortaleza, de energía y honestidad porque ha sabido enfrentarse siempre con pundonor a los avatares que ha sufrido en su vida. Para ser notable sólo se necesita generosidad, honor y mantener la lealtad  a sus principios.