El tiempo transcurre mansamente, se atropella a sí mismo arrastrando los pies. Se comprime ante los acontecimientos, se vuelve denso, haciendo que los recuerdos se agolpen en extraños cuellos de botella. La mente, en su afán cartesiano por ordenarlo todo, va archivando las luces del pasado estableciendo atajos para acceder a ellos cuando sea preciso. Por eso recordamos los acontecimientos, no por días, meses o años, sino por su relevancia. Son como hitos, como petras miliarias.

La semana pasada murió el último vestigio del siglo XIX. La reina de Inglaterra ha fallecido dejando un anclaje a modo de regla mnemotécnica, una imagen fija, que hará que en el futuro podamos acceder a la memoria de estos días con facilidad. Nos pasa con todo. Recordamos nuestra vida por los acontecimientos que la han rodeado. Para los escolares, el tiempo se mide en cursos, en navidades, en vacaciones de verano. Para los deportistas de sofá en ligas y liguillas, copas y recopas, en juegos olímpicos y mundiales de fútbol. Los capillitas lo miden en estaciones de penitencia. Los agricultores notan cómo cambia la tierra bajo sus pies, de la  siembra a la cosecha, de higos a brevas; para los jornaleros el tiempo se mide en peonás. Para los cristianos el año reluce como el sol de Jueves Santo a Corpus Christi y de ahí al día de la Ascensión.

Se pueden establecer compartimentos estancos hechos de tiempo. Conocí a un tipo que recordaba su vida a través de sus conquistas ¿Hace cuántas novias que ocurrió aquello? En Latinoamérica, tristemente, saben muy bien contar por golpes militares ¿Hace cuántos dictadores que pasó esto o aquello? se preguntan. Podemos contar por Papas, por presidentes del gobierno, por catástrofes, (inundaciones y tormentas, incendios y terremotos) por fracasos en Eurovisión, por las veces que agujerean una calle para poner un tubo nuevo, ése que no pusieron el año pasado. Podemos medir el tiempo en electrodomésticos ¿Cuántas televisiones han pasado por nuestras vidas? ¿Cuántos frigoríficos, cuántas hornillas, cuántas lavadoras?

Cuando era pequeño, entró el primer tocadiscos en mi casa. Cada vez que se encendía la luz roja de aquel Bettor-Dual, la música hacía que abandonase mi calle, mi barrio, mi país que aún era una dictadura y volara a otros mundos en inglés. Siempre trataba de imaginar qué dirían las letras de aquellas canciones que no se parecían en nada a las de Manolo Escobar o Camilo Sexto o Luis Aguilé. Yo me las inventaba inspirándome en el sonido de las palabras, creando una especie de archivo onomatopéyico a mi medida. Años más tarde me di cuenta que mis versiones en “guachi, guachi” eran mucho más interesantes que las letras originales. Un día, hace tres tocadiscos, tres lectores de compacdisc, hace ocho televisores, llegó mi hermano con el último disco de Pink Floyd, “The Dark Side of the Moon”; lo sacó del celofán y olía como para mí ha olido siempre la música, a vinilo sintético, negro y brillante. El rock sinfónico anegaba la calle Juan de la Cierva de música clásica contemporánea. No entendía una palabra de lo que cantaba David Gilmour, pero sí su guitarra. La música nunca ha necesitado traductores.

Esa tarde otoñal de mi recuerdo sigue luminosa en su esplendor de colores y matices, como si la viviese ahora mismo. Aunque hace años que no vivo en Granada, aunque mi hermano hace años que murió. Todos los momentos de mi infancia van asociados a acontecimientos. En aquella época vi en directo en un televisor marca Iberia, el interminable entierro de Carrero Blanco y poco después el interminable entierro de Franco. Los acontecimientos históricos y los personales se mezclan en mi línea temporal. También hay días malditos, los días negros del almanaque, como el once de septiembre en el que Pinochet dio un golpe de estado y que unos terroristas volaron dos rascacielos con gente dentro.

Este año, los independentistas catalanes han vuelto a batir todos los récords de pesadez a base de repetir mil veces “Els segadors” hasta hacerme sangrar los oídos. La música de españoleros y españolistas también me produce el mismo efecto. Pero la maldición de este día en mí va mucho más allá porque otro once de septiembre mi padre fue expulsado de la vida, esa que tanto amaba. Todos tenemos días detestables, de esos que se debería haber saltado el calendario, pero siguen llegando cada año, recordándonos nuestro inexorable paso por la vida, llena de dolor.

Siempre estamos atrapados en el reloj de arena de ninguna playa. Grano a grano vamos agrupando los buenos momentos, rellenando con ellos sacos terreros que usamos como parapetos, para defendernos de la, a menudo, inclemente existencia. Esto soy, esto he vivido, le gritamos a las paredes de cristal del tiempo.

¡Tenemos derecho a la memoria pero, sobre todo, a la alegría!