Desde las alturas, el poderoso titán convertido en piedra mira displicente al océano. Cansado de soportar el peso del mundo, el Atlas duerme, descansa de su pesado trabajo. Tumbado, detiene los vientos, los húmedos del oeste, que llegan del océano y los secos del este, que soplan arenosos del Sahara. Nada crece o muere sin su consentimiento. Nada, salvo las tenaces gentes, valientes gentes, pobres gentes, desafiantes gentes empeñadas en sobrevivir arrancando pan a las agrestes laderas de pizarra y arena rojiza. Así es desde siempre, como si ese fuese su destino irrenunciable.

A veces el Atlas despierta, se sacude el polvo y el infierno sube a la superficie, la tierra tiembla y se traga a niños, mujeres y hombres. El titán deja de consentir y los pueblos desaparecen convertidos en polvo, igual que las gentes en su insignificancia ante su crueldad inclemente. Es como si al gigante le molestase la pobreza, esa que los bereberes llevan tatuada en la frente. La montaña se despereza y ya no hay agua, ni hay corderos, ni hay caminos para que llegue la ayuda.

Abajo, donde no hay montañas, la tierra es rica. Marruecos crece, el dinero también, los invernaderos se cuentan por miles, los turistas por millones. Los que pisan verde, saben que el Atlas sujeta el mundo sobre sus espaldas, pero se olvidan de quienes soportan sobre sus hombros al Atlas. Desde la plaza de Yamaa el fna de Marraquech, los turistas miran con asombro las cumbres de nieve de la poderosa montaña, y le hacen fotos, y disfrutan del tipismo impostado de la postal exótica.

Lejos, muy lejos, su majestad ordena movilizar al ejército y mira con lupa la ayuda ofrecida por otros países. Hay que ser cauto con la geopolítica, el reino tiene intereses, el dinero también. A España le dice que sí, a Francia que no. Supongo que debemos sentirnos honrados de que nos dejen ayudar, es todo un honor, aunque no sirve de mucho, los perros sólo detectan muerte bajo la arena en la que se han transformado las aldeas. Llega mucha solidaridad y empatía de las buenas personas de Marruecos que saben el significado de la catástrofe y están acostumbrados a no recibir nada cuando la vida se quiebra. La gente llana sabe estar a la altura cuando llueven piedras. Los que tienen poder solo se preocupan de conservarlo.

El rey calla, ha interrumpido sus largas vacaciones en París. Un monarca no baja al suelo por cualquier cosa. Se hace fotos en un hospital pulcro y moderno, debidamente escogido y preparado. Recibe el respeto heredado y sus súbditos aparecen felices en la tele ante el detalle del monarca, se sienten a salvo, protegidos por su reino. Los fotógrafos lo siguen sin hacer una foto indebida, mostrando el amor que el descendiente de Mahoma le profesa a su pueblo. Qué no se hará por salir en una foto, si lo sabré yo.

Pero las aldeas montañesas seguirán siendo escombreras mucho tiempo después de que nadie recuerde el terrible terremoto y faltarán escuelas, médicos y carreteras,. También faltarán los muertos sepultados bajo el adobe. No llegarán turistas haciéndose selfies con sonrisas de dentista. No comerán cuscús ni beberán té con menta. Ni comprarán alfombras, ni cacharros de cerámica. No es plata la plata beréber, sino latón.

Al raso duermen como pueden, tras su intento fallido de sostener el peso de las estrellas sobre sus cabezas. El frío congela la esperanza antes que las lágrimas por la pérdida de sus hijas, hermanos, padres y amigos, de vecinos y hasta de enemigos. Es como si siempre fuese de noche, ya no brilla el sol para ellos. Solo queda huir de su mundo vertical y pedregoso y bajar a buscarse la vida a las ciudades, cada vez más ricas y más crueles para la gente humilde de las montañas. Las ciudades son de goma y se ensanchan con cada sequía, con cada inundación, con cada terremoto, con cada crisis. De la nada nacen barrios de chapa y cartón, producto del aluvión humano.

Nadie tiene poder sobre la naturaleza, generosa y mezquina al mismo tiempo, que en las montañas da muy poco y quita mucho. Se hablará entonces del Marruecos vaciado. Los pueblos, destrozados o no, se irán abandonando a medida que Marruecos triunfe y se occidentalice y a la cultura ancestral beréber se le llamará ignorancia. A los contables no les salen las cuentas, tampoco les salían a los franceses que ya hablaban del Marruecos útil y el inútil, dependiendo de cuánto dinero podían sacar.

Abajo, en lo verde, el país prospera. Arriba en el pedregal, sobre el Atlas, nada cambia salvo para peor, lo saben bien, generación tras generación los que no saben vivir, los que sólo saben sobrevivir. No muy lejos de allí, en Libia, el agua se vuelve aún más asesina, la historia se repite, los muertos se acumulan. La temperie se ceba con los pobres, a los ricos les da lo mismo, nada cambia en un mundo inclemente.