Con sutileza difuminada, la luz se disipa entre los tejados en una mañana húmeda. A medida que trepe el Sol, el aire se volverá transparente. Para entonces, la espesa niebla ya habrá bañado las colmenas de hormigón, abigarradas en su verticalidad. Mi barrio dormitorio y sus gentes incrustadas despiertan a la vida con olor a café instantáneo, tostadas con aceite de oliva y galletas María. No hay ruido, no hay escolares camino de la escuela, ni butaneros golpeando bombonas, ni martillos eléctricos martilleando, ni jardineros jardineando, ni repartidores repartiendo. La calle aún está somnolienta, ni siquiera han llegado las cotorras discutiendo sobre quién verdea más y los gorriones no dan saltitos mendigando migajas.
Parece un día normal, pero es festivo, unas mini vacaciones merecidas para muchos, hurtadas para otros. Hoy no hay carritos llenos volviendo del súper ni histéricos pitidos de malos conductores. El tiempo se mide entre ocios y negocios. El trabajo es la vigilia, el descanso el sueño. Vamos “cruzando el calendario con igual velocidad” entre fines de semana y días de diario, la vida transcurre entre nieblas. Despertamos contando los tics y los tacs hasta que suene el despertador, descontando los minutos que faltan para llegar al tajo, descontando las horas que faltan para que suene la sirena de Pedro Picapiedra. Los días se suceden como ladrillos de un muro que no es muralla, sino tablón de anuncios con maravillosas ofertas de mundos mejores que nunca llegarán.
El final de otro otoño se acerca, se habrá ido sin dejar huella, como otros tantos que se van agregando al disco duro de la memoria. Nadie nos contó de niños lo repetitiva que es la existencia y tal vez por ello la novedad es siempre bienvenida. Los años se parecen demasiado entre sí, qué distinto era todo antes, cuando primero la niñez, más tarde la pubertad y luego la juventud hacían que todo, hasta lo más trivial, pareciese trascendente y oliese a nuevo. Entonces siempre era la primera vez que ocurría algo, siempre estábamos desprevenidos, siempre improvisando, bendita ingenuidad, bendita bondad universal imaginada por las almas pueriles. Recuerdo haber caminado despreocupado con un gran apetito de comerme un mundo excitante dispuesto a ser comido. Ahora tengo la sensación de que alguien acecha en cada esquina, aún no tengo miedo a la oscuridad, pero sé que llegará.
El mundo no se ha vuelto negro, ni siquiera gris marengo, siempre ha sido así, sólo que antes lo veía a través de un vaso casi lleno. Claro que igual el vacío lo he provocado yo. Igual me he bebido la parte correspondiente al optimismo, igual me falta información, igual me sobra. A veces envidio a los crédulos que sólo compran la versión amable de las cosas. Ya lo siento, pero soy un “Pepito grillo” insatisfecho con lo que digo y hago, insatisfecho con lo que hacen y dicen otros. Ay de mí, si al menos me gustase el fútbol podría dedicarme a la frivolidad por diversión. Gritar ¡gol! desgañitándome, haciéndole cortes de mangas al televisor.
Entre la decepción y la sensación de ser timado cada día, miro cómo las hormigas quieren ser reinas, medrando sin freno hasta la cumbre y cómo los zánganos las envidian. La mayoría de la gente no vive la vida, sólo la imita. El valor de las cosas se decide en pública subasta, pero siempre hay tongo y tipos que se llevan la bolsa. Todos los días se va muriendo el universo conocido, me siento como Pereira, el personaje de Antonio Tabucchi, viendo pasar la vida entre obituarios. Veo en Facebook las caras sonrientes de amigos que ya no están y me gustaría creer que me ven desde el más allá, pero sospecho que más allá sólo está Melilla.
Quizá lo que veo desde mi ventana no es más que una metáfora de la vida y todo es como la niebla, de poca consistencia y pasajero. Así que como soy curioso aguantaré aquí por aquello de ver qué pasa, tal vez ver cómo acaba, basta con que un imbécil con mando en plaza apriete el botón rojo hasta hacerle sangre y nos convertiremos todos en una nube de niebla radiactiva. La realidad puede ser sublime o sublimarse pasando del estado sólido al gaseoso, disipándose poco a poco hasta mutar en otra cosa sin que caigamos en la cuenta de que nada es inmutable.
Pero ahora, en esta mañana de gaseosa realidad festiva, sólo se ve transitar a perros paseando a sus amos y deportistas persiguiendo cuerpos Danone, embutidos en mallas fluorescentes corriendo con zapatillas atómicas. Todo ocurre porque sí, porque es lo que se lleva. Ni los perros cuidan la casa, ni la delgadez es por hambre. Todo es ambiciosamente automático, engordar hasta la talla XXL, fundar familias hasta que el divorcio las separe, pagar la hipoteca hasta la muerte, trabajar de ocho a tres, de lunes a viernes. Pero hoy la ambición también está de descanso.

