Es tarde, siempre lo es, y me voy a la cama, se ha acabado el mini ciclo vital diario. Antes de que llegue el letargo previo al descanso, vivo el momento de soledad más intensa de la jornada. Para enfrentar un día nuevo hemos de perder la consciencia, abandonar la vida para resucitar al día siguiente. Dormir es una especie de renacer continuo, aunque nunca hay nada nuevo en el siguiente eslabón de la larga cadena. Dormimos para resetearnos, no somos más que un ordenador personal bioquímico que hace que computando, computando, se nos pase la vida volando.

El lapso de tiempo que transcurre entre coger postura y abrazarme a Morfeo es fértil porque se cruzan y entrecruzan miles de impulsos cerebrales. A mi cabeza llegan entonces, sin haberlos llamado, imágenes y sonidos reales e inventados. La noche es el refugio de las ideas, de las buenas y de las malas. Como bloques de hormigón, se van apilando unas sobre otras, formando a veces muros, otras castillos enteros que, como los fabricados con naipes, se derrumban con facilidad. Soy como el albañil de “Caminito de la obra” de Serrat. Me siento un inmigrante en un mundo del que solo entiendo su tremenda injusticia. También en mí “crecen de noche y en el día se derrumban los sueños que el olvido mece por rumbas”.

Se me ocurren con frecuencia ideas para mejorar el mundo, de esas que parecen brillantes, pero que no sirven para nada en un mundo desalmado como este. Emergen de las profundidades fotogramas de la realidad, ejemplos de la mala leche que el ser humano gasta sin mesura y reparte gratis. Me pregunto cuántas personas tienen la suerte de dormir sobre un colchón cada noche, cuántas en el duro suelo, cuántas al raso ¿Cuántas mujeres gritarían si pudiesen en Afganistán en este momento?

El silencio en lo oscuro me lleva a estar más cerca de mí de lo habitual. Cuando era un adolescente, cada mañana por la megafonía del instituto oíamos la voz nasal de un cura, salesiano y bienintencionado, que nos hablaba de la importancia de conocerse a uno mismo, para luego hablarnos de la salvación eterna. Llevo toda mi vida intentando conocerme sin conseguirlo, quizá porque nunca soy el mismo. Ojalá fuésemos las mismas personas siempre porque bastaría poco tiempo para conocer bien a todo el mundo, si es que eso fuese necesario. La verdad es que estamos en una metamorfosis constante. Por eso somos incongruentes, incoherentes, por eso hay en nosotros tantas virtudes y defectos. Teóricamente manejamos nuestras vidas, pero no del todo. A veces muy poco, casi nada. Soy consciente de ser mi propio jinete, pero también de que este magnífico ejemplar de caballo cartujano que monto es como el de los tiovivos de mi infancia, está atornillado al suelo y siempre da vueltas alrededor del mismo eje.

Ahora disfrutaré del reino del silencio, a no ser que un gilipollas pase en coche y las vibraciones de los altavoces, tamaño cretino, hagan que retumbe la estructura del edificio. Si los ruidos de la noche lo permiten, surgirán los recuerdos, dulcificados todos, claro. Siempre tenemos una versión suave de lo vivido. La verdad, la pura y la dura, no la aguanta nadie. Por eso nos erigimos en nuestros propios árbitros, sin capacidad para ver cuándo estamos en fuera de juego. La realidad es mucho más aburrida de lo que recordamos. No fuimos tan inteligentes ni ocurrentes aquella tarde. Otras veces fuimos egoístas, insolidarios, no fuimos tan majos como recordamos, de verdad que no. Es el momento de los olvidos, de los que no recuerdo su nombre, qué mal, o quizá qué bien, no lo tengo claro, las caras se diluyen entre sombras. Mis seres queridos, mis queridos muertos, se aparecen para aconsejarme y decirme que todo va a ir bien, como cuando era un niño.

Hay también un lugar secreto donde escondemos las miserias vividas, esas de las que no nos sentimos orgullosos, esas que no le contamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, pero sabemos que son reales. No se me ocurre nada más estúpido que mentirse y pretender salir indemne.

Se acerca el momento, ese en el que la realidad y la ficción se confunden y aparecen los fantasmas. En ese instante entre el sueño y la vigilia, la gente no muere por menos de nada, los millonarios se conforman con serlo y el poder desgasta tanto, que nadie lo desea. Es aquí cuando se caen las caretas. Donald Trump, se quita la peluca y veo al calvo de la lotería, repartiendo suerte solo para él. Descubro que Putin en realidad es el Joker con su siniestra sonrisa. Mientras, se me aparece Franco imitando a Chiquito de la Calzada. Menguan los gigantes y crecen los enanos, como en la realidad misma.

Me estoy quedando dormido, quién sabe, igual mañana también amanece.