Las redes sociales no solo han desplazado al periodismo tradicional: también le han impuesto su modelo si pretende seguir compitiendo por un hueco en la atención pública. Hoy nadie es enviado al ostracismo por mentir. Al contrario, hay mentirosos compulsivos que han construido su nombre -y su carrera- sobre el bulo, la patraña y la difamación. Tres cuartos de lo mismo ocurre con buena parte de la política. En el mundo, el ejemplo más dañino es Trump, que legitimó la mentira como herramienta política y contagió esa impunidad a medio planeta. El más sibilino, Putin, que corroe las democracias sin levantar la voz. En España, los ejemplos más representativos son Vox y Alvise, que lanzan bulos con plena conciencia de lo que son y de que no solo no recibirán rechazo, sino que aumentarán su presencia. Y, claro, el Partido Popular, que últimamente ha hecho suya la desvergonzada estrategia de replicar esos bulos sin el menor pudor. Multiplica así su umbral de falsedades, que ya era considerable.
Dentro de este fraude generalizado que se da en los medios informativos, destaca una forma más sutil de manipulación: el juicio de valor. En periodismo, un juicio de valor es una evaluación subjetiva basada en las creencias personales del periodista, algo que, en determinados casos, contradice la ética profesional, que debería priorizar la objetividad, la veracidad y la imparcialidad. El periodista tiene el deber de reportar los hechos tal como son, apoyándose en información contrastada y en criterios profesionales como la actualidad, el impacto o la relevancia. Cuando se cuela el juicio de valor, la información degenera en manipulación o propaganda. Por eso el oficio exige una separación nítida entre hechos y opiniones, y un compromiso férreo con la verdad.

Pero la realidad es que en la bolsa de recursos del periodista cada vez pesan menos los datos verificados y más los juicios de valor. Si, por ejemplo, el gobierno propone un plan de acción por la democracia con medidas para mejorar la calidad de la información gubernamental, garantizar la pluralidad de los medios y aumentar la transparencia del poder legislativo y del sistema electoral, los lectores mínimamente formados deberían saber que, si un periodista responde que el gobierno esto lo hace “para controlar los medios” o que se trata de “una maniobra para tapar escándalos de corrupción del entorno”, ese medio de comunicación está entrando en el terreno de la especulación.
Podemos verlo en otro caso: cierta prensa tituló que “Sánchez busca cualquier señuelo para cambiar los temas de conversación”, refiriéndose a una propuesta suya sobre eliminar el cambio de hora estacional. Ese titular no se limitó a informar de la propuesta, sino que ya enunciaba una intención -“busca cualquier señuelo”- sin aportar prueba alguna. ¿Cómo se sabe que esa fue su intención? Lo que se presentaba era un hecho -la propuesta de eliminar el cambio de hora- pero el titular adjudicaba un motivo -manipular la agenda política-. El problema es que buena parte de la ciudadanía, que solo se informa a través de las redes, se ha habituado a esa práctica: recibir un porcentaje altísimo de juicios de valor y tomarlos por información, mientras los hechos verificados han quedado relegados a un lugar irrelevante en el espacio mediático. Así se educa una sociedad que confunde la interpretación con la verdad y la sospecha con la prueba.

En esta misma línea, tachar a un político de oportunista no es informar: es emitir una homilía disfrazada de análisis. Es un juicio de valor, es decir, pura especulación, pura niebla. Decirlo no ilumina nada; apenas revela la impaciencia del comentarista por sentar cátedra sobre lo que nadie puede saber: la intención ajena. Hoy está a la orden del día llamar “oportunista” a quien propone una medida que beneficia a la ciudadanía. Si la medida es bien recibida, se valora como una acción política positiva y eso, lógicamente, eleva la consideración pública del político. Pero averiguar si buscaba el aplauso o simplemente quería ayudar al ciudadano -o ambas- es imposible: se sospecha, se intuye, pero no se sabe a ciencia cierta. El caso es que sus adversarios políticos no albergan ninguna duda sobre cómo deben reaccionar ante un acierto del contrario: impedir por todos los medios que esa percepción favorable se consolide. ¿Cómo? Recurriendo al juicio de valor, a la sospecha sobre las intenciones. Entonces la medida deja de discutirse por su contenido y pasa a juzgarse por la supuesta intención del político. Y así, la política se convierte en un teatro de interpretaciones, no de hechos.
Si, por ejemplo, el Gobierno aprueba una subida del salario mínimo, el hecho informativo es ese: se sube el salario mínimo. Pero cuando un medio titula -sin presentarlo como opinión- “Sánchez intenta reflotar su imagen con una subida electoralista del salario mínimo”, deja de informar para especular y, de paso, marear la perdiz. En un artículo de opinión esa frase tendría cabida; en una pieza informativa, en cambio, incurriría en un juicio de valor y, por tanto, se apartaría de la pauta informativa. El periodista no puede demostrar que el presidente busque “reflotar su imagen” ni que la medida sea “electoralista”: esas son interpretaciones, no datos. Al introducirlas en la noticia como hechos, la prensa abandona la objetividad y convierte la información en una narración moral sobre las intenciones del protagonista. Faltan periodistas que apliquen el código deontológico -la ética profesional del oficio- y lectores formados para detectar cuándo les ofrecen gato por liebre: opinión disfrazada de información.

Llamar “oportunista” a alguien es un gesto instintivo, útil quizás para que brote una sospecha a partir de una mera intuición y dar pie a una indagación, pero nunca para, de entrada, dictar ya sentencia. Sin embargo, en estos tiempos de pereza mental, el juicio de intenciones -liviano y amplio como el horizonte de la imaginación- se confunde con la noticia -de mayor exigencia- y la sospecha ha ocupado el lugar de la evidencia: vivimos un tiempo en el que todo se interpreta y casi nada se comprueba. Esta forma de encarar la política solo prospera en sociedades polarizadas.
La polarización contemporánea tiene su partida de bautismo en los años noventa, con la expansión de Internet y, poco después, de las redes sociales. Hasta mediados de esa década, según las encuestas del Pew Research Center, los estadounidenses mantenían diferencias políticas, pero no se odiaban: cuando se les pedía valorar al partido contrario en una escala del 0 al 10, la media se situaba en torno al 4,5 y cerca de una cuarta parte de los encuestados otorgaba incluso un 5 o más a quienes no eran de su preferencia. Existía una cierta cortesía política, un desacuerdo civilizado dentro de un marco común de información compartida. Pero, como explican Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en La transformación de la mente moderna, a partir de 1995, con la aparición de los primeros foros digitales, comenzó a gestarse una mutación emocional en la vida pública.
Las redes sociales posteriores -Facebook, YouTube, Twitter- amplificaron esa tendencia: los algoritmos descubrieron que la ira y la indignación generaban más interacción que la calma o el matiz y las conversaciones se fragmentaron en burbujas ideológicas. Dos décadas después, hacia 2014, la valoración media del partido contrario había caído hasta el 2 y quienes otorgaban puntuaciones superiores al 5 se habían vuelto una rareza estadística. El desacuerdo racional se transformó en polarización afectiva: ya no se trataba de pensar distinto, sino de sentir aversión hacia el otro. En términos hipocráticos, la bilis es hoy el humor dominante.

Con esta avalancha de juicios de valor, apuntando siempre en la misma dirección, aumenta artificialmente lo que algunos periodistas llaman eufemísticamente “peso informativo” -que de informativo tiene lo que yo de monje-. De ahí sale el combustible bastardo que empuja a ciertos jueces fanatizados a perder la compostura -como la pierde el ludópata, el yonqui o la ninfómana— y, con el sistema dopaminérgico por las nubes, lanzarse al combate político. Pero eso ya es harina de otro costal, aunque de la misma podredumbre.
La experiencia me aconseja no dejarme arrastrar por esa moda imperante. Prefiero centrarme en lo que el político hace, no en la discusión insondable sobre lo que otros dicen que pretende. Baltasar Gracián lo expresó con su habitual lucidez: “Nunca te pongas a averiguar intenciones: basta conocer los efectos”. Si lo que hace me cura -de la apatía, de la injusticia o del cinismo- aleluya. Si no he de compartir lecho ni mesa con esos servidores públicos que algunos tildan de oportunistas por presentar leyes sociales, no me interesa su pureza interior, sino los efectos visibles de sus actos. Porque el oportunismo, si produce bien común, deja de ser pecado para convertirse en estrategia funcional. Lo demás es bazofia: ruido moralista, tertulia vaga de sobremesa, periodismo de confesionario. Cuando no, envidia cochina, que decimos aquí.

