Hay tardes de domingo que van tejiendo hilos suaves de melancolía que envuelven el alma y la mente. Te dejas llevar por la luz que se va despidiendo mientras te habla de palabras olvidadas que, sin saber cómo, te sorprenden, te traen imágenes, paisajes y personas que has ido conociendo y que hace tiempo creíste olvidadas pero estaban ahí en el fondo de la memoria y su recuerdo te sigue doliendo con un dolor amoroso y deseado.
Calle de la Amargura que me llevaba hasta la universidad de San José de Costa Rica, donde me encontraba con Aurora, Coyoacán con su Casa Azul, plaza del Zócalo, donde esos días acampaban las maestras y maestros mexicanos con los que hablé, El Tenampa, Calle Barcelona en la Habana vieja, donde la mujer que nos acogía me invitaba a un café riquísimo. Tantos y tantos lugares donde conversé con hombres y mujeres que vuelven una y otra vez. Olvidé sus nombres, a veces no los supe nunca, pero quedaron en mis sensaciones, miradas, frases, olores y colores que en estas tardes de domingo se abren paso por las venas y los poros de la piel.
Qué habrá sido de aquel adolescente que se tiraba al agua en el Malecón en una pirueta imposible. Revivo aquella tarde en la plaza de la Rotonda con mi amiga del alma contemplando el Panteón de Agripa. Aquellos atardeceres en los campamentos saharauis, ¡ay!, olvidados por todas y todos, de una belleza arrebatadora hasta las lágrimas, junto a unas mujeres llenas de dignidad y acogedoras.
Aquellos estudiantes en Tortuguero que me llamaban doña María y se ofrecían a acompañarme hasta el hotel. Yo muy en mi papel de mujer independiente, quise ir sola y, como en el camino no había luz, encendí la linterna del móvil y me encontré en medio un cementerio, pero eso es otra historia. Mientras, me digo como dice el poema de Félix Grandes “al lugar donde has sido feliz no debieras volver jamás”. Tal vez sea eso lo mejor, solo que en estas tardes de domingo deseo volver, sentir, volver a la vida a las personas queridas.
Es tiempo de soñar, recordar y volver a vivir. Es lo que nos va quedando en el tiempo que nos mira a los ojos. Hay una canción que me gusta escuchar en las tardes de otoño, esas tardes maravillosas, que dice así:
No pensar nunca en la muerte
Y dejar irse las tardes
Mirando cómo atardece
Ver toda la mar enfrente
Y no estar triste por nada
Mientras el sol se arrepiente
Y morirme de repente
El día menos pensado
Ese en el que pienso siempre
No pensar nunca en la muerte
Y dejar irse las tardes
Mirando cómo atardece.