No voy a ser aguafiestas, no voy a decir que el triunfo de Argentina en el mundial  de Qatar, para vergüenza de aficionados y selecciones solo con tímidas protestas de algunos, Alemania por ejemplo, no produjo emoción y alegría para los y las argentinas y para todos aquellos que disfrutaron con las jugadas de Messi y Mbappé.

Dicho lo anterior, no puedo dejar de pensar que no he escuchado ninguna protesta oficial por la condena a muerte del jugador iraní Amir Nazr-Azadani condenado por participar en las protestas contra el régimen de su país. El silencio de la FIFA es atronador. Sí, ya sé que el espectáculo se impone, que el mundo está necesitado de alegrías, emociones que nos hagan olvidar por unas horas las guerras, las muertes en los mares, el cambio climático, la precariedad laboral, la inflación, la violencia machista… Para qué seguir.

En estos pensamientos estaba, cuando, tomando café en un bar lleno de emociones, alegrías, tanto que yo, que soy de emocionarme fácilmente, ya empezaba a estarlo, cuando de pronto se me enfrió lo que por un momento empezaba a olvidar: que la celebración de todo aquello ocurría en un país como Qatar, cuando el emir puso sobre la camiseta de Messi la túnica llamada besht, toda la magia desapareció. Por unos segundos esperé que el jugador se quitará aquella la capa negra, un color muy simbólico, que ocultaba la camiseta de su selección.

Esperé a que Messi llegara hasta sus compañeros para levantar la copa, por si una vez alejado del emir y de ese personaje presidente de la FIFA al que no puede ni clasificar, se desprendía de la negra capa. No, no ocurrió, la copa del mundial fue levantada junto al símbolo de un país que sabe que puede hacer lo que le dé la gana. Messi pasó a la historia del fútbol como uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, podía haber pasado también como un héroe que supo imponer el deporte, la libertad y la dignidad por encima de todo. Su figura se habría engrandado más aún.