Al principio del siglo XX los artistas, los creadores, fueron capaces de rebelarse contra  las normas sociales, ser irreverentes. Eran semidioses a los que se les permitían libertades que eran marginadas en la sociedad bien pensante. Los dadaístas clamaron contra la burguesía, contra un sistema que había dado como resultado una guerra mundial, la primera, que había traído destrucción, muerte y horror. Lo hicieron en contra del positivismo que había resultado, según escritores y aristas dadaísta, nefasto para la sociedad.  

Más tarde, en los años sesenta, el arte conceptual llevó a los museos urinarios y un plátano pegado con cinta adhesiva vendido por miles de euros. Al artista se le admiraba por su absurdidad, por su irreverencia. Si insultaba tenía licencia para ello, pero no fuera de los círculos donde eran aclamados, hasta que eran absorbidos por el mercado y su arte pasaba a ser una  mercancía más para coleccionistas ricos.

He aquí que por arte de magia, o quizás no tanta, son ahora los políticos los que medran en los partidos para alcanzar el poder que les permita vivir bien. Son ellos y ellas, si también, los que insultan, son antisistema, están por encima del bien y del mal. Son semidioses. Mientras el mundo del arte, cierto mundo del arte, intenta crear denunciando la injusticia y el cambio climático, hay una camada de políticos profesionales  que se creen elegidos para clamar en el foro sin más argumentos que la descalificación y el bulo.

Malos tiempos para la lírica como decía la canción de Golpes Bajos. Se pueden inculcar ideas, conceptos en contra de emigrantes, personas de otras razas o pobres en general, pero vemos con malos ojos actitudes de militancia ya sea en el arte, en la literatura o en la vida de cada uno.