A veces tengo la sensación de que siempre estoy dándole vueltas a lo mismo, como un tiovivo triste y sin futuro, al que nadie mira. Es lo que siento cuando pienso en nuestro mundo tan alejado de ese otro que sufre y grita a nuestras puertas, las que solo abrimos cada cierto tiempo para mirar, compadecernos un rato de lo que vemos, a la vez que dejamos pasar un poco de lo que nos sobra hasta que decimos ¡basta! Cerramos la puerta y volvemos a nuestras cuitas, que al parecer son las más importantes.
Estos días, en los que siento como si el mundo fuera mi casa a la que tengo abandonada, me hago un y otra vez la misma pregunta ante las injusticias que se hacía el personaje de la película "El año que vivimos peligrosamente": ¿Qué debamos hacer? Y una y otra vez me quedo donde estoy, sin hacer nada. A veces hay que decirlo, gritarlo: ¿¡Dónde quedó Afganistán, dónde los muertos del Mediterráneo, dónde todos y todas los refugiados del mundo, las mujeres maltratadas, olvidadas, las niñas sin derechos, sin futuro, dónde la humanidad, dónde tanto y tanto dolor!?
Tal vez esto que escribo en un tarde de bella luz otoñal no sirva sino para quedar olvidado en un periódico rural, tal vez ni siquiera será leído, tal vez ni yo misma sea capaz de releerlo dentro de unos días sin avergonzarme y sonrojarme, pero no puedo dejar de hacerlo, no puedo ignorar todo de lo que aquí hablo. Es verdad que la vida es poderosa y sabe triunfar en medio de la muerte, las batallas y el fango, que el sol y la lluvia son una bendición del universo, al igual que las estrellas y la mirada de las niñas y niños. Es por eso que merece la pena seguir luchando, aunque sea de vez en cuando, por un mundo mejor, o casi algo mejor.
(Fotografía: Paco Cazalla)