Kirye eleison-Ora pro nobis

Kristhie eleison-Ora pro nobis

Virgo Veneranda-Ora pro nobis

Virgo Predicanda-Ora pro nobis

Virgo Potens-Ora pro nobis

Cada sábado, de doce a una, rezábamos el rosario como complemento a la clase de religión que impartía, cómo no, un cura, apodado "el picador" por lo bien que manejaba la puya. Normalmente lo rezábamos en la clase, sentaditos cómodamente en los pupitres, pero en la hora del recreo nos habían pillado fumando en los lavabos, felices tiempos aquellos en que los canutillos eran de matalauva y lo peor que podía cogerte era un pasajero ataque de tos. Aquel sábado, el rosario era de castigo, como las banderillas negras. Por eso, en vez de rezarlo sentados en la clase lo hacíamos de pie, en un corredor que daba al descampado, con las ventanas abiertas en el mes de febrero.

El curilla también sufría lo suyo, pero en esto aplicaba la máxima de Lázaro de Tormes cuando puteaba al ciego llevándole por los peores sitios de la mano de este razonamiento: "gozaba yo infinitamente en quebrar un ojo con tal de quebrar los dos al que ninguno tenía". Acabado el interminable rosario, por fin llegaba el esperado hasta el lunes si dios quiere, si me muero no me esperes, y echamos a volar como los gorriones. Los seis o siete de costumbre, antes de tirar para casa, nos reunimos un momento alrededor del eucalipto de la era de Lucas y quedamos concertados para encontrarnos en la parte baja de la Alameda después del almuerzo.

En aquellos tiempos, el reloj contaba poco, ya que ninguno tenía y las citas no tenían hora precisa. Cada cual se presentaba antes o después, según sus circunstancias, pero esto no generaba ningún tipo de impaciencia por parte de los que habían llegado primero, que se entretenían echando una partida al Carro, a la Reina o al Zorro y las Gallinas. Cuando estuvimos todos se trató el orden del día. El primer punto era darle un escarmiento o al menos un buen susto al Pachicha, aquel pecoso que vivía en la calle la Luna por encima del Pilarillo, que era más malo que el demonio puteando a todos los chavalillos pequeños que pasaban por su puerta. Además, teníamos una cuenta pendiente que ajustar con él por una pedrá que le pegó un día a uno de los nuestros.

El plan para hacerlo salir de su casa era que uno llamaría a la puerta y le diría que el Mata, un porquero muy amigo suyo, lo esperaba al lado del Pilarillo, porque había visto dónde uno ponía unas cuantas costillas (cepos para pájaros) y podían ir a quitárselas. La idea de apropiarse de unas cuantas costillas ajenas le entusiasmó tanto que no receló en absoluto que el Mata hubiera enviado a uno del Postigo para darle el aviso y echó a andar hacia el Pilarillo totalmente confiado. Nosotros esperábamos por allí más o menos camuflados con la intención de, en cuanto estuviera lo suficientemente cerca, cogerlo y darle un buen chapuzón en el Pilarillo. La cosa parecía que iba a funcionar, pero aquel Pachicha sabía más que el diablo y en el último momento se olió el engaño y echó a correr hacia su casa que ni un galgo que le hubiesen echado. Cuando estaba en la puerta se volvió,  nos hizo un buen corte de mangas y nos dijo ya os pillaré  uno por uno. Era una amenaza que no se podía echar en saco roto.

Abortado este primer punto del orden del día, volvimos a la Alameda para tratar de los siguientes, pero como ya había venido Casero, el vigilante, decidimos continuar la reunión en los transparentes. Los transparentes eran aquella línea de árboles situados en la parte más baja de la Alameda lindando con la carretera del Rueo. Acomodados entre las ramas bajas de aquellos árboles y protegidos de la vista y el oído de Casero por la espesura de las hojas planteamos el siguiente punto de la reunión. Al parecer dos de la calle el Bolo llamados Ricardo y Joseito habían formado una sociedad para juntar micos y estaban arrasando con todos los micos de la escuela. Se decía que siempre jugaban sobre una piedra que tenían “mañocleada” y siempre ganaban.

Jugaban fuerte, tiradas de 20, 50 y hasta 100. El plan era que uno de nosotros entrara en la sociedad y, una vez dentro y ganada la confianza de los otros dos socios, fuera jugando al perder con los de nuestra pandilla y así las existencias irían pasando de mano. El designado para ejecutar el plan fue un servidor, ya que al parecer el tema de los micos no se me daba mal del todo. Les planteé a Ricardo y a Joseito mi entrada en la sociedad pensando que me aceptarían. Reconocieron que un socio como yo le iría muy bien a la sociedad pero dijeron que para aceptarme tenía que hacer una aportación de cómo mínimo un tercio de lo que ellos tenían acumulado, o sea unos 500 micos, o un duro. Expuse el tema al resto de la pandilla, nos rebuscamos los bolsillos y entre todos no juntábamos más de 100 micos, faltaban 400.

Lo del duro quedaba totalmente descartado pues normalmente no manejábamos ni una chica. Yo recordé entonces que algunas tardes le había ayudado a  Emilio, el herrero de la calle la Matea, dándole al manubrio del ventilador de la fragua y al acabar, él me decía Juan, ¿quieres una peseta o micos? Casi siempre cogía la peseta, pero una vez que escogí micos fuimos a un soberado y allí Emilio, que debió de ser muy buen jugador, tenía unos veinte tacos de micos atados con guita, y me dijo que en cada uno había quinientos. Debía ser la cosecha de toda su época escolar. Desató un taco, contó 100 que eran el equivalente a una peseta en el mercado del mico y me los dio.

Así que me fui a la herrería y le propuse a Emilio darle al ventilador de la fragua cinco tardes seguidas a cambio de un taco de aquellos 500 micos. Aceptó la propuesta dado que trabajo no le faltaba. Hice la aportación requerida y entré en la “Sociedad del Mico” pero los planes no funcionaron tal como habíamos previsto, pues aquellos dos, que no eran tontos, en cuanto vieron que yo, que tenía fama de jugador regular, no hacía más que perder y siempre frente a los mismos, los de mi pandilla, se olieron la “tostá” y me pusieron de patitas en la calle.