Decidme, ¿Quién, no estando iniciado en el secreto, a la vista de una viña, pensaría en el vino? ¿Quién, no teniendo el hilo de Ariadna, encontraría la salida del laberinto? Y, ¿Quién a la vista de aquel tabernucho de aspecto destartalado, sospecharía que allí dentro podría encontrarse algo que justificase hacer un gasto de doscientas pesetas?

En la larga peregrinación que efectué, allá por el año 95 siguiendo el hilo de los anuncios en el diario, en busca de trabajo, pasé por lugares y situaciones tan surrealistas como un cuadro de Dalí. Un día, deambulando por los rincones más insólitos de Sabadell, tropecé con una minúscula plaza, triste, perdida, olvidada en el espacio, el tiempo y el presupuesto público.

Por no tener no tenía ni nombre o al menos yo no supe verlo. Un ciprés y un olivo, a cual más raquítico, un banco desvencijado, una fuente seca desde tiempo inmemorial y dos pequeños contenedores, alrededor de los cuales, y no dentro, había una pirámide de bolsas de basura dejadas allí por misteriosos vecinos pues alrededor de la plaza casi no hay edificaciones. Un enjambre de gatos indolentes esparcía el contenido de las bolsas a placer hasta encontrar quién sabe qué exquisiteces gatunas y, después de consumirlas con toda la parsimonia que el solitario lugar les permitía, iban desapareciendo, como los vecinos, en misteriosos refugios. Era todo el equipamiento.
 
El lugar producía una impresión de punto final tan acusada que los que a ella llegaban en autobús se bajaban pensando que era la última parada y el conductor tenía que avisarlos de que la ruta continuaba.

Haciendo honor al lugar, un tugurio con pretensiones de restaurante se esforzaba en aparentar un aire de modernidad, anunciando por medio de una destartalada pizarra situada en la calle, ofertas gastronómicas renovadoras.

DESAYUNE COMO UN LORD
Autentico desayuno inglés compuesto de:
Zumo de naranja
Huevos fritos and beicon
Tostadas con mantequilla
Café, cortado, o café con leche
Todo al módico precio de 200 pesetas

Después de un irrazonable titubeo, tratando de alinear los pros y los contras que se negaban a ocupar la posiciones que yo, sin gran convicción, les asignaba a fin de que la decisión tuviese un resultado totalmente parcial, pues ya me había picado el gusanillo de la curiosidad, entré dispuesto a comerme un inglés por doscientas pelas. Quien se resiste a semejante placer, pensé con instinto caníbal. El suelo del cuchitril estaba a un nivel más bajo que el de la calle, por lo que había que bajar dos escalones, pero nada más traspasar la puerta me dije "espero que al menos los huevos sean frescos, porque todo lo demás, incluyendo el personal, era terriblemente demodé".

No tuve muchos problemas para encontrar mesa, pues no había ni un solo parroquiano. Me senté en la que mejor me pareció y esperé. No tenía ninguna prisa y el camarero, al parecer, tampoco. Miré el reloj. Eran las diez de la mañana. Pasé algunos minutos tratando de encontrar las palabras apropiadas para definir la impresión que el extraño establecimiento me producía y, sin saber muy bien por qué, a mi mente acudió la expresión de Jacob al despertarse de aquel famoso sueño de la escala que unía el cielo con la tierra “terribilis locus iste”.

Me disponía a marcharme en busca de un lugar más acogedor cuando entró un marroquí de aquellos de la caja de baratijas y la alfombra enrollada al hombro. Se acercó y puso sobre la mesa la caja abierta para que yo pudiese examinar el contenido, al tiempo que decía "compra algo paisa". Eran tantos los marroquíes con la caja que me habían abordado en los últimos tiempos que la repuesta me salía de forma automática. "No puedo comprar, no tengo dinero". Ah, dijo, con la resignación que yo también había visto tantas otras veces reflejada en sus caras al oír mi repuesta. Cuando ya se marchaba, le pregunté si quería tomar algo.

- Con mucho gusto me tomaría un café con leche y un croissant, pero hace muchos días que no vendo nada. Yo tampoco tengo dinero.
-Bueno, por esta vez yo te invito. La mirada de perplejidad que me dirigió me dio a entender que para él la expresión "no tengo dinero" no admitía matices y quedaba fuera de la teoría de la relatividad. Siéntate, le dije.
-Gracias paisa, me llamo Alí.
-Yo me llamo Juan, sé bienvenido a mi mesa Alí.

Como el de la barra permanecía impasible, le grité "¡camarero, un inglés de doscientas pelas para mí y café con leche y croissant para mi compañero!". Con marcada desgana, el individuo gritó "¡cocinaaa, marchando un inglés!". "¡Oído cocinaaa, contestó alguien!". Y él se volvió a la barra. Pasó unos segundos con el brazo de la cafetera en la mano, como dudando de algo y, al final, le dio al botón del molinillo de café que iba adosado a la máquina. ¿Cuándo se había servido el último café en este garito, me pregunté?. Mientras se molía el café, el cocinero salió y le dijo alguna cosa.

Animado de una repentina y extraña diligencia se acercó a nuestra mesa y dijo con voz chillona "se ha acabao la mantequilla, por lo tanto no hay ingleses. Y al moro no tendría usted que pagarle nada, tiene las uñas muy negras". "Más negra tienes tú el alma y no estas en el infierno, en cuanto al moro se llama Alí y es mi invitado. Y si no hay mantequilla ponle aceite y que sea un gibraltareño".

Rezongando, visiblemente contrariado, volvió a su barricada detrás del mostrador. Se hizo un silencio de aquellos interminables que el camarero rompió trayendo la bandeja con lo solicitado y diciendo al marcharse, después de echarle al marroquí una mirada indefinible, "aquí tienen los señores y que les aproveche".

Gracias, contestó Alí y, a continuación, dirigiéndose a mí y señalando su desayuno, paisa, si no te importa, empiezo pues tengo hambre. Yo también empecé. Comimos en silencio. Él acabó primero y, mientras yo daba cuenta del “inglés”, se hacía el distraído. Recolocaba las bagatelas de la caja al tiempo que canturreaba una extraña melopea que me hacía sentir nostalgia de lugares que nunca había visto, ni seguramente veré jamás. Siguiendo atenta, pero disimuladamente, el curso de sus divagaciones, acabé con el inglés.

-Mi café estaba muy bueno, dijo.
-El inglés estaba algo correoso contesté yo, y en su cara apareció una risilla de conejo. Volvió a hacerse el silencio, aunque menos incomodo esta vez.
-Paisa, me gustaría pagarte de alguna manera el desayuno.
-Bueno, pero ya me has dicho que no tienes dinero.
-Si, pero no solo el dinero sirve para pagar. Las cosas pueden cambiarse por otras cosas.
-¡Ah, y qué tienes para cambiar por el desayuno.

Volvió a abrir la caja y dijo señalando a su contenido ·escoge algo que te guste".
-La verdad es que ni me gusta ni necesito nada de lo que llevas en la caja, dije, pensando que tal vez se ofendería. Él, sin mostrar el más mínimo resentimiento, contestó adoptando el aire misterioso de un acreditado marchante de obras de arte "ah, a usted le gustan las cosas que están fuera de catálogo, ¿verdad?".
-¿Qué tienes que no ofrezcas a todo el mundo?
-No sé, dijo haciéndose el interesante, una historia, un cuento, tal vez.

Adelante, soy todo oídos. Pero aquí no, que hay mal rollo, vamos fuera.
No pude evitar que el relámpago de la sospecha cruzara mi mente, pero, deteniendo el trueno que habría sonado más o menos así, ¿Es que quieres robarme tal vez?, le contesté "está bien vamos fuera".

Pagué, sin propina, salimos del local y, una vez en la plaza, que estaba más solitaria y silenciosa, si cabe, que antes del desayuno, Alí se dirigió a  la minúscula sombra que proyectaba el raquítico ciprés y, desenrollando ceremoniosamente la alfombra que llevaba colgada al hombro, la colocó sobre el pavimento. Luego, haciendo alarde de aquella  exagerada cortesía propia de las mil y una noches se descalzó y me pidió amablemente que yo hiciera lo mismo, diciendo a continuación, siéntate paisa, ahora eres tu mi invitado.

¿Quién sabe?, pensé, a lo mejor es hijo de algún sultán. Nos sentamos frente a frente. Él en una postura muy digna, yo, como mejor pude; él, dio gracias a Alá y después a mi por el desayuno y yo se las di al INEM y a las cotizaciones que he pagado a la seguridad social durante más de cuarenta años. Acabadas las respectivas acciones de gracias, carraspeó ligeramente y solicitó mi permiso para iniciar la narración del cuento que llevaba por título "El oasis de la felicidad". Asentí con un movimiento de cabeza y, sin más preámbulos, empezó la narración.

Hace mucho tiempo, en un oasis perdido en las profundidades del desierto, vivía una pequeña comunidad que nunca había sobrepasado las cien personas, pero que se sentía muy orgullosa de que en una población tan pequeña siempre hubiesen estado representadas varias generaciones, desde bisabuelo a biznieto. Hasta un tatarabuelo hubo alguna vez, cuyo recuerdo veneraban con respeto y cariño. Habitaban en humildes tiendas de piel de cabra y se alimentaban de dátiles, leche, queso y algunos productos que las caravanas de camelleros les suministraban a cambio de abrevar los camellos y aprovisionarse de agua en el pozo del oasis, para continuar su largo viaje.

Fue a través de las relaciones que los guías de las caravanas hacían a los funcionarios del sultán al final de cada viaje, que llegó a oídos de éste la noticia de la existencia en su reino de un pequeño oasis habitado por unas personas de cuyo corazón la felicidad aún no había sido desterrada por la soberbia y la codicia. Vivamente interesado por lo que consideraba un milagro de Alá, el sultán, ordenó al jeque Ahmed que saliera con la próxima caravana, que cargase provisiones suficientes y se instalara en aquel “oasis de la felicidad”. Así se llamó desde entonces. La caravana lo recogería a su vuelta, una vez completada su ruta, unos doce días más tarde, a fin de elaborar un completo informe sobre el lugar y la comunidad que lo habitaba.

Cumpliendo las órdenes recibidas, el jeque y su séquito se unieron a la caravana. Como llevaban mucho tiempo viviendo entre el lujo y las comodidades de palacio, encontraron muy penoso el viaje a través del desierto. Al fin, un atardecer, el guía mandó hacer alto en un bosquecillo de palmeras y comunicó al jeque que aquel era su destino. Habían llegado al oasis de la felicidad. Como solían hacer desde tiempo inmemorial, varios representantes de la pequeña población salieron a recibir a la caravana y a tratar con el guía, al cual acompañaba el alto mandatario, que, presentando sus credenciales al sorprendido grupo, les comunicó que venia de parte del sultán, su señor, el cual le había concedido plenos poderes sobre sus vidas y haciendas. Permanecería entre ellos hasta la vuelta de la caravana a fin de elaborar un informe exhaustivo sobre aquel apartado rincón del reino, donde al parecer aún era posible la felicidad, a juicio de los camelleros.

Evidentemente, el punto de vista del jeque era muy distinto al de los miembros de las caravanas y el informe estuvo listo en cinco minutos. Para él, aquella feliz comunidad no eran más que un montón de harapientos que vivían en las más miserables condiciones en el último confín del desierto. Estuvo a punto de desobedecer al sultán y dar orden a la caravana de iniciar inmediatamente el camino de vuelta, pero, una vez en ruta, sobre la caravana el guía ostentaba el mando absoluto y le dijo que ésta haría el recorrido habitual y que tenía dos opciones, quedarse en el oasis obedeciendo las ordenes recibidas, o seguir viaje con ellos desobedeciendo al sultán.

Decidió quedarse. Sus servidores montaron la lujosa jaima a la sombra de un grupo de palmeras que quedaban aisladas del resto, le prepararon comida y te y pasaron su primera noche en el desierto. Durmieron poco y mal. A la mañana siguiente, acompañado de sus servidores, el jeque Ahmed efectuó una corta ronda de inspección por el pequeño poblado. Rechazó con expresión fría e indiferente todo lo que aquellas buenas gentes le ofrecieron y, afirmándose en su convicción del día anterior, llegó a la conclusión de que a los camelleros la continua exposición al sol del desierto les había trastornado la mente para asegurar que el pájaro de la felicidad podía anidar en el corazón de una gente tan pobre. Considerando que allí no había nada que pudiese interesarle se dispuso a encerrase en su cómoda y espaciosa jaima para no salir de ella hasta que la caravana volviese cuando algo llamó su atención.

En el límite de la zona de verdor, prácticamente en el desierto, vio una pequeña empalizada circular y preguntó para qué servía. Le contestaron que para proteger un árbol sagrado. Ajá, se dijo. Seguramente aquí está el secreto de la felicidad de esta gente. Si consigo arrancárselo, el sultán me dará una generosa recompensa. Se acercó a toda prisa a la pequeña empalizada y vio con sorpresa que lo que allí dentro luchaba por sobrevivir era un pequeño brote de acacia que había nacido del tocón de un árbol muerto hacía mucho tiempo. ¡Un árbol sagrado¡ Que pandilla de ignorantes. Irritado consigo mismo por haber creído, aunque solo fuera por un momento, en semejantes tonterías, derribó la empalizada de un empujón y sin hacer caso de los consternados rostros que le miraban, levantó el pie para pisotear el tierno brote, pero una fuerza invisible le impidió bajarlo.

Con un pie en el aire y visiblemente turbado por un miedo que no comprendía, herido profundamente en su orgullo, pensó que no debía mostrar ningún signo de debilidad. Se aposentó sobre los dos pies, hizo que trajeran a su presencia al más anciano de aquella pequeña tribu y le dijo, he decidido no aplastar la rama, pero como crece recta y sin nudos, cuando tenga el grosor apropiado, o sea cuando la cuarta caravana que pase por aquí haga su camino de vuelta, enviaré un servidor a cortarla  y haré de ella una fusta para mi caballo.

Para el pobre anciano que creía firmemente que un brote verde nacido de un tronco muerto representaba el triunfo de la vida sobre la muerte y que tenía la esperanza de verlo convertido en un árbol frondoso antes de morir, aquella afirmación del jeque equivalía a una sentencia. Se postró en el polvo ofreciendo su vida a cambio del pequeño vástago. Ignorando el dolor del pobre viejo, el jeque se limitó a afirmar que cuando llegara el momento se cumpliría lo dicho. Durante los días que faltaban para la vuelta de la caravana permaneció encerrado en su tienda, sordo a llantos y súplicas.

La caravana volvió, recogió al jeque y a su séquito y emprendió el viaje de vuelta. El sultán estaba tan impaciente por conocer el informe de Ahmed que salió a las puertas de la ciudad para recibirle. Necesitaba la confirmación de que la felicidad no se había marchado totalmente de su reino. Consciente del provecho que podría sacar de esta necesidad Ahmed elaboró un informe totalmente opuesto a la conclusión que había sacado del lugar y sus gentes. El sultán, entusiasmado, dijo que quería visitar este lugar, al menos una vez antes de morir.

El jeque le aconsejó que lo hiciera con la cuarta caravana que saldría hacia allí, más o menos un año después. La alegría del sultán se vio un tanto empañada por un comentario que hizo el guía referente a una actitud extraña que había observado en los habitantes del oasis, cuando pasó a recoger al jeque y su séquito. Pero, en pago a su informe, el jeque Ahmed obtuvo del sultán el cargo de intendente mayor del reino y la organización de las caravanas pasó a ser de su absoluta competencia. Hizo matar al guía que había sembrado la duda en el corazón del sultán y contrató uno nuevo, al que ordenó que en los próximos tres viajes diera un rodeo, evitando el oasis de la felicidad. Así lo hicieron.

Los camelleros callaban, viendo cómo acabó el guía anterior, y el jeque Ahmed, cuando informaba al sultán sobre los viajes, le decía que la gente del oasis era cada vez más feliz. Por fin llegó el día en que la cuarta caravana se puso en marcha. En ella iban el sultán y el jeque, con sus respectivos séquitos. Cuando este último comunicó a los antiguos camelleros que esta vez si pasarían por el oasis de la felicidad y que cuando llegara el momento deberían indicar el camino al guía, ya que éste no había ido nunca, el guía permaneció indiferente, pero los caravaneros expresaron gran temor y dijeron que les habían llegado noticias de que aquello ahora era un lugar maldito. Tonterías, dijo el jeque, mientras pensaba que estaba a punto de cobrar dos piezas de un solo disparo.

El sultán estaba tan imposibilitado como él de reconocer la felicidad en aquel lugar y entre aquellas gentes y era probable que muriera del disgusto, pero antes él le obligaría a nombrarlo su sucesor. Después, como afirmación de su poder, mandaría cortar la rama de acacia, tal como prometió. Pero los camelleros no tenían intención de ir al oasis, bajo ningún precio. Por eso, una  noche, mientras sultán, jeque y acompañantes dormían profundamente, pues la vigilancia estaba confiada a los caravaneros, mataron al guía que había contratado el jeque y en un silencio y oscuridad absolutos, en el que solo los hombres del desierto saben hacerlo, montaron en sus camellos y, llevando de reata al resto de los animales cargados con el agua y las provisiones de toda la comitiva, desaparecieron a través de las dunas. Abandonados en el desierto, sin agua, sin comida y sin montura, el componente que podríamos llamar “turístico” de la expedición no tardó en perecer. El jeque, en pleno delirio producido por la sed, tuvo la visión de una rama de acacia seca, del grosor apropiado para hacer de ella una buena fusta, pero que había preferido morir antes que aceptar aquella alteración de su destino decretada por el hombre y comprendió, tarde, las terribles consecuencias que para la gente sencilla tienen a veces los caprichos de los poderosos.

El oasis de la felicidad desapareció para siempre de la vista y de la memoria de los hombres, pues los caravaneros que lo conocían fueron muriendo sin revelar jamás el secreto de su ubicación. Sabían que la felicidad era tan frágil como un pequeño brote de acacia en medio del desierto.

Después de algunos segundos de silencio, Alí volvió a carraspear ligeramente para darme a entender que el cuento se había acabado y, con un movimiento rápido, se puso en pie. Yo estaba anquilosado por la postura forzada que había mantenido durante todo el rato. Viendo que dudaba en levantarme, el hijo del desierto me alargó una mano oscura y huesuda que acepté sin reservas y, de un tirón, me ayudó a recobrar la vertical sin pasar por la afrentosa postura del burro, o sea, a cuatro patas.

Mientras me frotaba los riñones, dije, Europa envejece, pero en África la gente muere joven. No sé cómo interpretó mis palabras, pues su rostro expresivo mientras explicaba la historia, ahora que tenía que seguir su ruta con la alfombra enrollada y la caja de las baratijas, se había vuelto impenetrable como el desierto. Yo, a pesar de que también tenía por delante una ruta bastante ingrata, podía permitirme, por aquello de la relatividad, presentar un rostro más distendido y, con mi mejor sonrisa, le dije, adiós Alí y te aseguro que, a pesar de las apariencias, el oasis de la felicidad del que hablan los cuentos de tus antepasados no lo encontrarás en Europa.