La clase trabajadora somos la inmensa mayoría de la población global. El bien esencial que poseemos en las sociedades capitalistas es la capacidad de producir mercancías y servicios para generar valor de cambio, valor de mercado. Clase trabajadora es también hoy día aquella que la legalidad le da la apariencia de autónomo o pequeño y, en ocasiones, mediano empresario. Clase trabajadora es la jornalera, el trabajador de la hostelería, la conductora de autobús, la camarera de pisos, el obrero del metal, el comerciante de barrio, la panadera, el podólogo, la trabajadora sanitaria, el maestro, la profesora de instituto, el informático que teletrabaja o la teleoperadora que tiene el puesto de trabajo en su casa, la ingeniera o el abogado.

Pero una cosa es la clase trabajadora y otra la conciencia de clase. Esto último, la conciencia de pertenencia a un grupo del que el capital extrae la sangre para su enriquecimiento, adscrita a la categoría de lo intangible, es lo que en tiempos de individualismo neoliberal, incrustado en la forma hegemónica de pensar el mundo, está muy fracturado. La anulación de la conciencia de clase debilita la fuerza del conjunto de la clase trabajadora. Las luchas sindicales sectoriales son principalmente en tiempos de neoliberalismo asesino global, luchas de causa, luchas reivindicativas concretas. Las reivindicaciones de las y los trabajadores del campo, las reivindicaciones de los trabajadores del metal, las reivindicaciones de los bomberos forestales, las reivindicaciones del personal sanitario, las reivindicaciones de las y los funcionarios públicos, las reivindicaciones de los trabajadores de la limpieza, las reivindicaciones de las y los docentes, las de los conductores de autobús, las de las kellys, las de las y los trabajadores de la hotelería, las de los taxistas o las de los repartidores (riders) y muchas más, componen un conjunto diverso de reivindicaciones legítimas provocadas por causas que son comunes al modelo capitalista de explotación laboral.

Todas esas luchas, todas esas reivindicaciones legítimas, tienen factores comunes que las explican, factores comunes que revelan los elementos estructurales que las provocan. El neoliberalismo tiene como origen el choque del capitalismo occidental, depredador de combustibles fósiles y recursos naturales, con los límites planetarios. Límites que se perciben en las reservas disponibles y en la modificación de las condiciones biofísicas terrestres, afectando a la capacidad de resiliencia de la vida. La contaminación ambiental, la basura planetaria y el calentamiento global son las manifestaciones visibles de ese choque. En el último cuarto del siglo pasado este choque provocó una huida hacia el capitalismo especulativo, la economía del crédito para la clase trabajadora occidental, los mercados de futuros y la ficción de la compra-venta de los valores de mercado en las bolsas.

La economía del crédito actúo como adormidera de los efectos de la precarización del trabajo y la bajada de salarios. La economía especulativa del puñado de ricos de occidente decidió trasladar la producción de bienes reales a China y el sur asiático, con la convicción de que así evitaban conflictos laborales y conflictos ambientales en tanto seguían enriqueciéndose en las bolsas. Así contribuyeron a la escasez de empleos en sectores hasta ese momento relevantes y al incremento de la precariedad laboral. Este modelo se vino abajo con la crisis que arranca en 2008, momento en que se revela la falta de correspondencia entre los valores bursátiles y el mundo real. El control político que los dueños del capital, articulados en torno a la banca, los fondos buitre y las grandes energéticas, ya tenían sobre los estados occidentales a través del Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, en aplicación de las “recomendaciones” neoliberales para desvincular la política monetaria de cualquier control desde el poder de los estados, democráticos o no, fuerza que su crisis sea pagada con recortes en el llamado estado del bienestar, en retrocesos salariales y en derechos de la clase trabajadora, para que los estados asuman el rescate de la banca.

Durante el último cuarto del siglo XX y el primero del siglo XXI, consecuencia de la huida hacia delante del capitalismo occidental por la vía de la especulación y el abandono de la producción de bienes de consumo reales, el Sur Global, América Latina, Asía y el continente africano, con el concurso de China convertida en potencia intelectual, tecnológica y financiera global, disputan la hegemonía productiva al capitalismo occidental. De modo que esta tercera fase del neoliberalismo ha decidido, en lugar de negociar y conveniar buscando intercambios aceptables, imponer un régimen de guerra global a la búsqueda del control total de las materias primas y las rutas por las que circulan los flujos de materia y energía necesarios para mantener el capitalismo occidental a flote. Eso es el trumpismo ante el que los estados europeos, a través de sus dóciles liderazgos están arrodillados.

La guerra en Ucrania, el genocidio del pueblo palestino en Gaza y Cisjordania y, estos días la presión bélica sobre Venezuela, son ejemplos clarividentes. En este contexto global, la inercia de los dueños del capital, como estrategia continuada desde el origen del modelo neoliberal, los lleva a, por un lado, trabajar para concentrar el poder político de los estados en sus capitales, y por otro extraer de los mismos sus capacidades de decisión en materia de políticas públicas relacionadas con el bienestar de la clase trabajadora, desde la de vivienda hasta las culturales, pasando por la sanidad, la educación, la dependencia o las de igualdad. Se trata de que el poder institucional esté concentrado y de que solo tenga capacidades militares o coercitivas. El apoyo que el capital occidental hace a las ultraderechas tiene como objetivo convertir en bienes de mercado todas las políticas públicas, con la sanidad, la educación y las pensiones a la cabeza, y mantener la rueda del crecimiento expoliando los estados para que gasten en la economía de la guerra.

Pretenden así resolver sus problemas con la fabricación de armamento, asustando a las fuerzas sociales con las guerras y endureciendo las actuaciones represivas. Esa es actualmente la ultraderecha global, y para eso están trabajando las derechas clásicas europeas, más o menos liberales o más o menos conservadoras, con la dejación de las socialdemocracias liberales, cuando no con la proacción de las mismas, como vemos en España con la liberación de unos 40.000 millones de dinero público para armamento y belicismo con cargo al estado desde el año 2023 hasta la actualidad, siguiendo las instrucciones de la OTAN y Donald Trump. Consiguientemente, el momento global es crítico, las luchas sindicales se recrudecerán dado que las políticas belicistas de raerme están afectando ya a los derechos laborales y públicos de las trabajadoras y los trabajadores.

Por ello, una de las prioridades del sindicalismo andaluz pasaría, a nuestro entender, por combatir las causas estructurales, propias de Andalucía o compartidas con otros espacios territoriales, que provocan la emergencia de luchas sectoriales concretas. Por expresarlo de una manera sintética, avanzar desde la lucha por reivindicaciones concretas hacia las luchas contra las causas estructurales del malestar de la clase trabajadora. El movimiento contra el genocidio del pueblo palestino no solo es de una justicia humana y humanitaria imperativa, es el símbolo de que caben alianzas tácticas y estratégicas de corte sindical que reflejen la capacidad de la clase trabajadora de unirse con una sola conciencia. Esto ha ocurrido en Andalucía en concentraciones, manifestaciones y huelgas, como la última huelga general del 15 de octubre por Palestina. Igualmente puede ocurrir, y debería ocurrir, que las organizaciones combativas del sindicalismo andaluz, que no se pliegan a los límites que les imponen los poderes territoriales o la socialdemocracia liberal, se coordinen para fortalecerse y defender al pueblo andaluz mediante instrumentos de unidad de acción de carácter andalucista.

Todo ello, teniendo en cuenta que un sindicalismo andaluz combativo puede integrar el andalucismo, al reconocer que todos los indicadores de desigualdad, como el de pobreza, el de precariedad laboral, el de media salarial, el de barrios pobres, los de acceso a la vivienda, el de industrialización, el de inversión en sanidad o educación pública, el de listas de espera en dependencia, entre otros, y, en general, porque esto afecta a todos los indicadores, la especial afección sobre las mujeres de estas desigualdades estructurales, sobre las que recaen la reproducción de la clase trabajadora y los cuidados de la población considerada “sobrante” por el sistema. La clase trabajadora andaluza es una, haya nacido en Andalucía o no, pero no podemos ignorar que la construcción de un futuro mejor pasa por reconocer los condicionantes que impone en el devenir histórico el territorio en el que se vive. Andalucía necesita un sindicalismo combativo fuerte y andalucista, que supere al sindicalismo amable con el bipartidismo monárquico, como condición para escapar de la condena de las desigualdades estructurales respecto de otros territorios por razones políticas históricas.