Había una vez, hace no se sabe muy bien cuantos años, un abogado en Sevilla que tenía un afamado bufete en el barrio llamado de los Remedios. Tenía muchos clientes y, aunque de extracción humilde, había conseguido ser aceptado en el cerrado círculo sevillano de gentes sevillanísimas y encantadas de haberse conocido. Por la feria de abril solía acudir a una caseta de la que era socio. Allí conoció a una muchachita de buena familia y mejor fama, de la que se enamoró, fue correspondido y al año de establecer relaciones se casaron en la iglesia del Salvador. Celebraron el banquete de bodas en un cortijo cercano a la capital que por aquel tiempo estaba de moda.
Llegados a este punto debemos aclarar que la familia del abogado era, como queda dicho, humilde y de pocos posibles. Vivía en un pueblo de los Alcores. La familia del abogado, desde el primer momento fue mirada con cierto aire de superioridad por la familia de la novia y solo la natural bondad de ésta superó las dificultades que su familia, amante de cofradías y de la Sevilla eterna, puso a las relaciones de ambas parentelas. Una vez celebrada la boda, el abogado fue alejándose cada vez más de su familia y acercándose más al mundo de éxito y glorioso escaparate de su familia política.
Para mayor felicidad de la pareja, les nació una hija preciosa a la que pusieron el nombre muy sevillano de Reyes. Pero he aquí que, a medida que el abogado subía en prestigio, su joven esposa iba cayendo bajo las garras de una cruel enfermedad que finalmente la llevó a la tumba. Durante varios años anduvo muy desconsolado el aún joven viudo, hasta que una noche cenando en un conocido restaurante, le presentaron a la jefa de cocina, mujer que estaba creándose un nombre en el mundo de la restauración, viuda también y madre de dos hijas. Charlaron de su respectiva mala suerte al quedar viudo y viuda a edad temprana, que si era difícil educar a una hija solo, pues imagínate a dos, que si la soledad de las noches, que si el recuerdo que se va difuminando poco a poco, que si a ver si quedamos, que mañana a las nueve... al cabo de dos meses anunciaron su compromiso y cuatro después se casaron, esta vez en la capilla de la Esperanza de Triana de la que el bogado era hermano y que para mayor gloria había sido nombrado mayordomo de incienso, velas y flores de otoño.
No había pasado un mes de la boda cuando la jefa de los fogones, con el pretexto de que no podía a atender a las tres niñas, mando a Reyes con su abuela materna. Con ella, Reyes, vivió cinco años, los mejores de la niña, paseando al atardecer con su abuela por entre los olivos que había cerca de su casa, mientras su abuela le contaba historias de las mujeres de su familia, su tía-abuela Teresa, que se exilió en los años sesenta porque se enamoró de un comunista y no dejaba de molestarla la Guardia Civil, y ahora vivía en París con su comunista y sus nietos; la prima Carmen, que vivía en Córdoba y pintaba hermosos cuadros que nadie compraba, pero que alegraban las casas de toda la familia; la tía abuela Rosario, que era la alcohólica oficial de la familia, a la que había salido la prima Alba, que se lo pasaba en grande en las bodas, bautizos y comuniones; o la bisabuela María, que era una mujer de tal carácter, que una vez arrojó por una escalera a un tratante de grano que intentaba engañar al tatarabuelo Manuel. Reyes reía con aquellas historias y crecía en libertad, abierta a los olivos y a las campos de trigo.
Cuando Reyes estaba en 2º de Bachillerato, recibió la visita de su padre y de su madrasta, que le anunciaron la intención de que el curso siguiente, al entrar en la Universidad, tendría que ir a vivir con ellos a Sevilla. La idea había sido del abogado, con el consiguiente disgusto de su mujer, aunque en el fondo le daba un poco igual: desde hacía tiempo no se encontraba a sí misma y andaba detraída en todo lo referente a la familia. Así fue cómo, en septiembre, Reyes se matriculó en la facultad de Derecho, pero solo por darle gusto a su padre porque su verdadera vocación desde que vio a su madrasta en el restaurante, era la cocina. Quería ser cocinera. Además, junto a su abuela había aprendido a cocinar unos platos caseros muy nutritivos y tradicionales, propios de las humildes familias de los Alcores.
Durante un tiempo, todo fue bien. Reyes estudiaba y solía acudir al restaurante de su madrasta, donde iba aprendiendo cada vez más. Mientras tanto, su padre cada vez estaba más ausente, su vida era un ir y venir del bufete a la casa hermandad, o a tomar unas copas, o una cervecita con unas tapitas, mientras se hablaba de negocios, de mujeres o de cómo esos perros-flautas nos están comiendo la calle. Decididamente, se había convertido en un auténtico nuevo señorito, cuando esta especie, se decía, tendía a desaparecer. No sería así.
Pero he aquí que un día las hijas de la cocinera quisieron irse de Erasmus y así lo hicieron. Reyes, a su vez, también quiso partir de Erasmus y conocer, esa era su intención oculta, platos de la Europa central. Pero en esa época el restaurante de la madrastra andaba un poco de capa caída y necesitaba una buena ayudante de cocina a la que no tuviera que pagar, así que convenció al padre de Reyes para que “ya que la niña parece que lo que le gusta es la cocina, pues que aprenda a cocinar con una cocinera de fama y de cartel sevillano". El padre, como siempre, andaba muy ocupado con su trabajo y sus inciensos, velas y flores otoñales, que ya se acercaba el tiempo después del verano y no tuvo inconveniente en dar su permiso y, aunque Reyes no estaba muy convencida, aceptó, pues pensó que sería un primer paso para convertirse en cocinera.
Pasado un tiempo, llegó a Sevilla un afamado cocinero, adalid de la cocina del siglo XXI, el cual todo lo deconstruía una y otra vez, hasta llegar a sublimes platos nunca vistos. Es más, algunos desaparecían delante de los fascinados comensales que pagaban auténticas fortunas para poder decir “Yo vi desparecer un plato de lentejas delante de mis narices, deconstruido por el Gran Cocinero”. He aquí que el afamado cocinero organizó un concurso de tapas en el que la madrasta de Reyes iba a concursar cuando se enteró de que su hijastra también lo iba a hacer. Ya sabía que la hija era mejor que ella. Habló con sus hijas y les dijo que la invitasen a Reyes a pasar unos días en Londres, donde estaban de Erasmus, pero la hijastra no aceptó porque quería participar en el concurso.
Ante eso, la madrasta convenció al padre para que se la llevara a Jerez para preparar la comida de una concentración mariana de vírgenes emparentadas con la Esperanza, es decir hermandades nacidas al calor de la Trianera en todo el orbe católico. Reyes, que desde hacía tiempo quería establecer lazos de unión con su padre no pudo negar y se fue a Jerez, pensando que le daría tiempo de hacer las dos cosas. Pero cuando llegó a Jerez y terminó su trabajo, por el que fue felicitada, se encontró que su padre se quedó en Cádiz con unos colegas de Bruselas y ella tenía que volver a Sevilla en autobús de línea, tropieza con una huelga de autobuses.
Reyes estaba en la estación llorando desconsoladamente cuando se le acercó una mujer de mediana edad que le dijo “¿No te acuerdas de mí? soy Pepita, la vecina de tu abuela. ¿qué te ocurre, por qué lloras así? Reyes le contestó: “Pepita, qué alegría verte, sí me acuerdo de ti”. Y a continuación le contó lo que le ocurría. Pepita, que ya sabía algo de la historia del padre de Reyes y su mujer, le dijo: “No te preocupes, yo estoy esperando a mi nieta que me va a recoger para llevarme al pueblo. He venido a pasar unos días a Jerez con mi hija. Cuando he visto que no había autobuses la he llamado. Es muy buena chófer, ha participado en carreras de coches en Jerez, parece que la niña promete.
De esta manera, Reyes llegó a tiempo a Sevilla porque la nieta de Pepita la llevó en un periquete al lugar del concurso de tapas, que ganó con ventaja y el cocinero afamado se quedó maravillado del arte de la niña, le dijo que si quería trabajar para él en Paris, y allí se fue, mientras a su madrastra le daba una bajada de tensión y a su padre lo nombraban ecónomo de los cepillos de la capilla de la virgen y sus medio hermanas se lo pasaban de lo lindo en Londres sin estudiar, ya verían al volver qué excusa iban a dar. Reyes estuvo en París un año aprendiendo muchísimo. Hace cinco meses ha vuelto para abrir un bar de tapas y comidas caseras en el Tardón. Le ayuda un camarero senegalés, músico y poeta, que conoció en París y con el que, al parecer, comparte algo más que la cocina y el bar. Reyes anda por la cocina y entre las mesas sonriendo, dice que nunca ha sido más feliz.
Su padre es ahora algo así como guardador de varales y palios profundos, su madrastra hace catering para bodas bautizos y comuniones, vive con una cocinera que conoció en Barcelona que le cambio la vida y las prioridades y también es feliz. Su ex y padre de Reyes no le habla, claro, porque está mal visto entre sus amistades semejante cambio en las costumbres. Ah, se me olvidaba, las medio hermanas están haciendo un máster de no sé qué para no sé qué posible trabajo en Arabia Saudí.

