El tímido Sol de invierno se desvanece en el agua estancada de un charco, la primavera se empieza a colar por una rendija. Es muy raro ver charcos en estos tiempos porque vivimos en un mundo rico y asfaltado y en el que cada vez llueve menos. Qué distinto era todo cuando había charcos en los que meterse para cantar bajo la lluvia, como Gene Kelly. Recuerdo que detrás de mi casa había uno que duró toda mi infancia. En él se reflejaban los feos edificios de ladrillo visto. Sólo se secaba con los rigores del verano, que entonces eran menos severos. En invierno, los innumerables charcos de mi barrio a medio construir se congelaban y los críos jugábamos a patinar sobre hielo, emulando a los patinadores que salían en la tele por Navidad. Los zapatos Gorila lo aguantaban todo.

Es pequeño el Sol reflejado en el agua, hasta un niño puede taparlo con un dedo. Se puede tocar una estrella con la punta del índice, tener el universo al alcance de la mano, basta con creerlo posible. Cuando se es tan joven que aún no se conoce la decepción se puede soñar con imposibles, con que querer es poder. Luego descubrimos que poder es poder, que no hay más. La vida nos convierte en boxeadores fajadores, de esos que no saben golpear, pero sí aguantar quince asaltos sin besar la lona. Resistir, no claudicar, no ceder terreno a la adversidad, no rendirse cuando la vida lanza ganchos de derechas justo al mentón. No hay piedad cuando uno se niega a convertirse en un despiadado trepa, capaz de justificar maldades y miserias, ajenas o propias.

En un mundo narrado por los vídeos cortos de Instagram, nadie pierde un segundo en mirar la luz reflejada en el cristal, nadie se detiene a escuchar al mundo girar. El tiempo pasará como canta Sam en “Casablanca”, pero las nuevas generaciones no saben quiénes fueron Humphrey Bogart o Ingrid Bergman. Pero el Sol seguirá saliendo cada día reflejándose tímida o valientemente en charcos y estanques llenos de patos urbanos, alimentados con las miguitas que les echan los jubilados que quizá recuerden, como yo ahora, lo efímero de la existencia, los paraísos perdidos, los amores olvidados, los amigos desaparecidos.

Es tan corta la vida, que cuanto más se le coge el tranquillo, o menos hipoteca queda por pagar, más se acerca el final. ¿Todo para qué? Tener un árbol, plantar un libro, escribir un hijo, dejar huella. No hay legado comparable con la emoción de vivir, de sobrecogerse ante la belleza inesperada, el eco en la montaña respondiendo grandes preguntas. La salada caricia de la arena fina bajo los pies en una playa de Cádiz, la música, siempre la música, el cine, siempre el cine, escribir, leer, escribir… Todos esos momentos se perderán en el tiempo “como lágrimas en la lluvia” decía en inglés Rutger Hauer interpretando a Roy Batty, aquel robot tan humano que se aferraba a la vida, aunque escuchábamos la voz de Constantino Romero, todos están muertos.

La muerte es nuestro destino, el de los pobres y también el de los ricos, que sufren y mueren como los demás, al menos de momento, quién sabe mañana. Los pudientes del futuro, ese que nos vendieron como igualitario, podrán trasvasar sus mentes a cuerpos de pobres de solemnidad capaces de vender su alma por un plato de lentejas pardinas. Seguro que eso será más factible que poner fin a las guerras y las hambrunas, más que el fin de la explotación de unos por otros para saciar su avaricia. Se les llama élite a los que no podrían tomarse ni un café cada mañana sin el trabajo de otros.

Mientras ese momento llega, espero no verlo, me consuela pensar que aún el Sol brilla para todos sin tener que ver anuncios publicitarios, que la sequía es para todos. Que el aire todavía es gratis, que amar aún no tiene precio. Que todavía el talento no entiende de cuentas en Suiza, rancios abolengos ni colegios de pago. Los ricos también lloran. No es que me guste el sufrimiento de nadie, pero consuela saber que todos somos frágiles y mortales. Somos simios sin pelo que bajamos de los árboles antes de ponerles nombre, antes de que existieran los títulos de propiedad y los desahucios.

Tal vez nos aferramos a la vida y aguantamos, aunque sean sólo cinco minutos más, retrasando lo inevitable, por despecho. Lloramos en los entierros pensando si nos llorarán a nosotros con lágrimas sinceras o de cocodrilo. El único legado posible es la vida misma, equivocarse, volver a empezar, sentirse satisfecho de hacer algo que realmente valga la pena. Todo, las palabras y las miradas, los decretos y las ordenanzas, las hipotecas y hasta las guerras desaparecerán un día cuando hayamos muerto. Es el tiempo el que nos convertirá en cenizas, polvo y nada.

La vida es lo único que pasa en la vida. ¡A vivir!