Cuando me planteo en soledad por qué me hice guarda rural, recorriendo mentalmente el camino que me ha conducido a esta profesión, invariablemente comienzo evocando la imagen de un gran sol rojo saliendo de detrás de una encina, sentado al lado de mi padre y mi abuelo delante de la televisión. Esa imagen la tengo muy grabada en lo más profundo de los recuerdos. Y esa imagen que evoca mi mente aparece con un fondo de música instrumental, de percusión, que todavía me pone los pelos de punta. ¡Qué de recuerdos vivísimos! La naturaleza ha sido mi primera y más arraigada afición. Ella ha guiado muchos aspectos de mi vida.

Si empiezo a indagar adentro algo más tengo que reconocer que también me marcaron los primeros libros que ojeé, sentado  en el sofá del salón de casa. Eran dos tomos de una enciclopedia, con cubiertas rojas en bajo relieve y que me transportaban a un mundo fascinantes de criaturas extrañas. Acariciaba al animal grabado en las páginas, contorneando su silueta con las yemas de los dedos como para grabar aquellas figuras con el tacto y poder identificar las especies, las circunstancias. A veces me descubro haciendo aquello incluso ahora. Cada libro contenía animales distintos.

Aprendí a leer con los pies de foto de aquellos entrañables libros, que junto con las salidas al campo con mi padre José Osuna, otro gran conocedor de la naturaleza, forjaron mi pasión. Como si fuesen una brújula, mi padre puso aquellos libros en mis manos como diciéndome sigue siempre el camino por el que te guíen. Los libros son un tesoro inmenso.

El sol rojo, mi padre.., y Félix Rodríguez de la Fuente, la tercera gran influencia en mi vida. El sonido de la sintonía de “El hombre y la Tierra” me hacía dejar lo que tuviera entre manos para sentarme delante del televisor con la finalidad de no perder ni un detalle de todas las imágenes y todas las palabras que me conducían al maravilloso mundo de la naturaleza ibérica. Acompañados de aquella voz, vimos jugar a los lirones caretos dentro de troncos de árboles caídos. Atendimos a la historia increíble del gran macho montés que, rendido de su última batalla, recordaba toda su vida mientras esperaba la inevitable muerte en fauces de los lobos. Conocimos Doñana en sus cuatro estaciones del año. Observamos los lances de los halcones peregrinos en las estepas castellanas. Nos hicimos amigos de Taiga, el azor. Aprendimos los secretos del bosque. Lloramos la muerte de las camadas de lobos en manos de cazadores. Admiramos los paisajes de Cazorla, el cañón del río Lobos, las Tablas de Daimiel o el refugio de rapaces de Montejo de la Sierra. Descubrimos el sigilo del lince (príncipe del bosque) las aventuras del señor raposo, los piratas de la espesura, la soberbia del Gran Duque, y a un sinfín de pobladores de los montes y campos de nuestra tierra.

¡Ah, y el gran Miguel Delibes, el imprescindible!. Mi cuarta influencia. "No soy un escritor que caza, sino un cazador que escribe... Soy un ecologista que escribe y caza". Eso decía Delibes. Su pasión por el mundo natural radicaba en buena parte en la caza, afición que cultivó durante años y durante la cual iba tomando notas en pequeños cuadernos que llevaba consigo y posteriormente se convertirían en textos como "El libro de la caza menor" (1964), "Aventuras, venturas y desventuras de un cazador de rabo" (1977) o "Las perdices del domingo’". Decía que "el hombre de hoy usa y abusa de la naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro”. Delibes comparaba la “amputación” del lenguaje con la del paisaje, en un “progreso” como el del mundo contemporáneo que en realidad no consideraba como tal.

"Amo la naturaleza porque soy un cazador. Soy un cazador porque amo la naturaleza. Son las dos cosas. Además, no sólo soy un cazador, soy proteccionista. Miro con simpatía todo lo que sea proteger a las especies. Dicen que eso es contradictorio, pero si yo protejo las perdices tendré perdices para cazar en otoño. Si no las protejo me quedaré sin ellas, que es lo que nos está pasando. De manera que no hay ninguna contradicción. Por otra parte, yo no soy ningún cazador ciego, pendiente del morral o de la percha, sino que me gusta disfrutar del campo, ver amanecer, ponerse el sol, ver el rojo en las matas... y si además cazo un par de perdices y me las como al martes siguiente, pues tan contentos. Pero no mido la diversión ni el placer por el número de piezas".

Su mensaje se articulaba desde una perspectiva muy valiente y muy bien fundada. Podría decirse que visionaria. Escribió del mundo rural cuando a sus habitantes les llamaban pueblerinos, catetos o ignorantes, pero él recuperó un lenguaje que se perdía y ensalzó una forma de vida que, ahora que hemos atravesado una pandemia y hemos pasado tanto tiempo encerrados en nuestra casa, nos hemos dado cuenta de que es bastante sana. Cuando en 1975 Miguel Delibes leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua muchos académicos se revolvieron en sus asientos.

Su discurso es un alegato ecologista que denunciaba cómo el poder económico estaba aniquilando la individualidad y convertía a los hombres en borregos. A sus periódicas reuniones en la RAE acudía con interminables listas de nombres de plantas o de pájaros para que se incorporaran al diccionario. Siempre se quejó de que no le hicieron mucho caso. Hoy casi un centenar de años después de su nacimiento, sus palabras perduran como un ejemplo de caza y conservación. Nació en Valladolid en 1920 y en su ciudad murió hace once años. "Soy como un árbol que crece donde le plantan" dijo de sí mismo. Desde aquí mi homenaje a mi padre, a Rodríguez de la Fuente y a Miguel Delibes. ¡Ah, y este gran sol rojo que sale cada día detrás de una encina!