Un tribunal que dicta un fallo sin la motivación completa que lo sustenta queda completamente desnudo ante el escrutinio jurídico. Es una auténtica aberración jurídica disponer de un fallo condenatorio sin contar al mismo tiempo la motivación completa que lo sustenta. En un estado de derecho mínimamente serio, lo lógico es que el tribunal avance desde el desarrollo íntegro de la sentencia hacia el fallo: primero los hechos probados, después la argumentación jurídica y solo al final la conclusión. El fallo no es un gesto de autoridad, sino el resultado razonado de un itinerario argumentativo. No se puede haber llegado legítimamente a un fallo sin haber caminado antes por la senda completa de la argumentación. Esto no es un truco de novela policiaca, donde el autor puede decidir primero el culpable y después inventarse las pistas.
Pensar un fallo sin justificación, sin una argumentación fundada en el Derecho, supone convertir la sentencia en un acto de poder desnudo, no en una decisión jurisdiccional. Si existe ya un fallo -y más aún si es condenatorio- pero no se pone a disposición la motivación completa, nos hallamos ante una anomalía jurídica grave, presa inevitable de la especulación, tan anómala como todo el proceso que la rodea. No es una simple irregularidad técnica: es un claro atropello al principio de racionalidad y de transparencia que debe regir la función jurisdiccional.
En teoría, se sobreentiende algo elemental: la conclusión no puede existir sin la argumentación que la justifica plenamente desplegada. Lo contrario -un fallo que “espera” a que se le construyan las razones a posteriori o que se comunica sin hacer pública la motivación- es, clara y evidentemente, una aberración judicial. Es la señal de que el fallo existía antes de la argumentación, de que la decisión estaba tomada y el razonamiento se convierte en un ejercicio de justificación ex post.
Caminar del fallo hacia la motivación es invertir el sentido mismo de la lógica procesal y de la imparcialidad judicial. El tribunal, especialmente si es colegiado, está obligado a pensar primero “muy bien”, deliberar, discutir y fundar su decisión en normas, principios y hechos probados; solo después puede dictar un fallo. Cuando se procede al revés -primero la conclusión, luego la búsqueda de argumentos o la ocultación de los mismos- el tribunal deja de comportarse como órgano de justicia y pasa a actuar como un centro de poder que busca legitimar una decisión ya tomada. Eso es exactamente lo que el estado de derecho pretende impedir. Una anomalía de esta índole se presta inevitablemente a la sospecha: si no se pone a disposición la motivación íntegra del fallo, ¿acaso se está dejando abierta la posibilidad de ajustar esa motivación según convenga a posteriori?
La ausencia de razones explícitas invita a pensar que el tribunal podría estar midiendo el pulso de la opinión pública, observando la reacción social o política, para después ensamblar una argumentación ad hoc que legitime lo ya decidido. Desde la Filosofía del Derecho, esto es especialmente grave: equivale a admitir que, al dictarse el fallo, no existía un razonamiento verdaderamente firme y que la tarea pendiente no es exponer las razones que condujeron a la conclusión, sino fabricar después una defensa retórica, escogiendo entre varios relatos posibles aquel que resulte menos deficiente, el que genere menos resistencia, el que pueda presentarse como la “opción menos mala” ante la ausencia de una fundamentación auténtica. Es el síntoma de un tribunal que no razona para decidir, sino que decide primero y solo después busca cómo respaldar esa decisión. Y ese modo de proceder -que invierte la lógica procesal y vacía de contenido la garantía de motivación- convierte la sentencia en un ejercicio de legitimación retrospectiva, no en un acto de justicia.
Por tanto, nos hallamos ante un tribunal desnudo que nos muestra que procede como en los relatos de Edgar Allan Poe, donde la solución precede al enigma y la trama se va tejiendo a contraluz para conducir al lector hacia una revelación ya decidida de antemano. En el Derecho, ese artificio sería una perversión: la justicia exige que sean las pruebas, la deliberación y la argumentación las que conduzcan al desenlace y nunca al revés. Solo así la sentencia se sostiene como acto de razón pública y no como una ficción revestida de autoridad. La primera pista de que este proceder estaba en marcha -antes incluso de que el juicio concluyera- la ofreció el propio presidente del tribunal, Andrés Martínez Arrieta, durante el juicio en el Tribunal Supremo contra Álvaro García Ortiz, cuando el periodista José Precedo declaró que conocía la fuente de la filtración, pero que no la revelaría por su deber profesional. En ese preciso instante, Martínez Arrieta saltó como un resorte y le espetó: «No nos amenace».

