La noche reina con estruendo. Debería callar, pero no lo hace. Los aparatos de aire acondicionado zumban como enjambres de abejas. El verano toma posesión de sus dominios como un heredero ansioso. Dicen que este aire no es nuestro, dicen que es más sureño, dicen que tiene la piel de arena fina, dicen que migra desde África. Las dos columnas son testigos, ven pasar la calima como lo han hecho desde que Hércules convirtió el sur en norte. El aire se satura de polvo ardiente de duna.

Un grupo de ineducados y ociosos adolescentes gritan acalorados y silban el “Cara al Sol”, no oigo voces femeninas. Maldita sociedad ignorante y desmemoriada, no hay que bajar al infierno, viene a visitarte a domicilio. Todas las fieras despiertan de noche, todas son pardas, las reales y las inventadas. Como fantasmas acuden inopinadas cuanto menos se las invoca. El aire es tan espeso que parece plasma. Paciencia, paciencia, me digo, sólo es calor, me digo, tú lo conoces bien. El tiempo pasa a cámara lenta, las pesadillas también.

Todo muta, antes los jóvenes luchaban vehementes contra el fascismo, ahora se unen a él con la cabeza recalentada, las neuronas derretidas y el ego inflamado, consecuencia de haber crecido siendo “el rey de la casa”. Con la cara encendida, entre bramidos de odio y cánticos futboleros, gritan que no hay cambio climático, que siempre ha hecho este calor, todo es fuego, todo juego. Tengo el cuerpo brillante de aceite de sudor, me duché hace un rato, pero a la temperie le da lo mismo. Recuerdo otras muchas noches de estío insomne en las que el cuerpo pesaba como lo hace ahora. Recuerdo también cuando el calor me daba lo mismo, porque quería seguir corriendo aunque fuese en sueños.

Antes no reparaba en los minutos, ni en las horas, ni en los días, antes no importaba que la espalda se pegase como un velcro al respaldo del sofá de skay de color verde eléctrico que presidía el cuarto de estar. Antes el aire siempre estaba condicionado y los niños jugábamos en la calle hasta las once de la noche. Aquellos eran otros tiempos, en estos cada vez dura menos la primavera, esa que anunciaba El Corte Inglés, aunque en mi ciudad sólo teníamos Galerías Preciados. Bob Dylan dijo: “los tiempos están cambiado”, lo que no dijo es que nunca dejan de hacerlo.

Pienso en todo esto mientras hago la croqueta, dando vueltas y más vueltas con las ojeras crecientes y las pupilas vidriadas. Tengo que serenarme y pensar que todo acabará acabando. No soy como los bosquimanos que se mueren de pena si se les encarcela porque creen que la prisión durará siempre. Sé que algún día se irá el calor por donde llegó, pero falta tanto, que la perspectiva del inminente, largo y cálido verano me acongoja. Con un poco de suerte, todo terminará en cinco o seis meses.

Dicen los idiotas que los andaluces estamos acostumbrados a la canícula, que incluso nos gusta; por algo son idiotas. El calor desbocado no le gusta a nadie, como el desierto no le gusta a los tuareg, como el hielo no le gusta a los inuit. El doloroso calor extremo, de viento nulo y aire irrespirable, golpea de arriba abajo, como el martillo sobre el yunque. Me siento, como decía Lorca ¡Asesinado por el cielo! Soportamos con estoicismo condiciones climáticas adversas porque sabemos que la mayor parte del año nuestra tierra tiene un clima espléndido. Aunque no sabemos si esto durará siempre o acabaremos emigrando en patera de la tierra fértil convertida en pedregal, para ser mano de obra barata en los futuros invernaderos de Finlandia.

Recuerdo días de miradas furtivas, generosos escotes morenos, seductoras sonrisas y birras salvadoras, en un chiringuito de madera. La sensación de eterna juventud se bronceaba en una cala mediterránea. No hay nada más azul que el “Mare nostrum”, nada más memorable que el amor húmedo y salado. Los deseos febriles, los tórridos encuentros y las pasiones sudorosas, reviven en la vigilia a la que la temperatura y el ruido me obligan. Aún quedan sueños en mi encharcada memoria, aún recuerdo el olor del Afftersun. Pero esta noche tropical, sin palmeras ni piña colada, avanza con pena y sin gloria, mientras los fantasmas bailan abrazados en la oscuridad.

Llegó el verano, cada año más tempranero, cada año más salvaje e inclemente. Los vendedores de sombrillas dicen que todo es mentira, que el aire siempre ha sido irrespirable, que el ardor lo calma el Alka Seltzer  y la leche de pantera, que en los “buenos tiempos” nadie rechistaba. No vivo ni en Hawai ni en Bombay, aguantaré este “paraíso” de sol de justicia, luna de sangre y violenta intolerancia con paciencia de jornalero, no porque me guste, sino porque no tengo más remedio, igual que los “hombres azules” del Sahara, aunque las estrellas sólo luzcan para ellos.