La puesta a la venta del libro “Fuentes Siempre”, un compendio de artículos publicados en este mismo periódico, trae a la memoria lo trabajoso que era para los alumnos de la Estación alcanzar la cima del pluscuamperfecto del subjuntivo. A los alumnos de don Sebastián Molina Soto, los modos verbales de la lengua española venían a ser como los sietemiles del Himalaya: el Kanchenjunga, el Makalu, el Everest, el Jhotse, el Cho Oyu, el Chamlang, el Nuptse, el Ama Dablam, el Pumori y el Kangtega.
El pretérito pluscuamperfecto del subjuntivo era el inalcanzable Kanchenjunga. Lo mismo que el imperfecto del indicativo era el Kangtega, que no sólo se resistía a entrar en el cerebro, sino a salir de la lengua de trapo que algunos a duras penas manejábamos. Para escalar las escarpadas laderas del Himalaya de la conjugación verbal contábamos con el piolet Senda, aquel libro de lengua lleno de bellas fotografías e ilustraciones que enterró para siempre jamás a la Enciclopedia Álvarez. El Senda en una mano y la palmeta en la otra, el palo y la zanahoria. El indicativo, el infinitivo, el subjuntivo, el potencial y el imperativo. Nos gustaba sobre todo el imperativo. Sin contemplaciones.
Esos y no otros son los pilares sobre los que se asientan los artículos publicados la semana pasada en el libro “Fuentes Siempre”. Por ellos Fuentes escribe y es pueblo de lectores. El contenido del libro es el sentimiento fontaniego, pero el andamiaje son el Senda y don Sebastián, don Dámaso y don Francisco. Las lecturas del Senda y los palmetazos de los profesores hicieron que las letras formen parte de la cultura fontaniega. Que hubiera o hubiese habido. Que hubierais o hubieseis querido. Que hubiésemos querido. El rizo era ya conjugar el pretérito anterior. Que hube amado. El futuro simple se nos abría entonces como una ventana a una campiña donde, en vez de las nieves de altas cumbres nevadas, pastaban las vacas lecheras. Querré. Simple, directo, accesible.
Del Senda enamoraba el olor a papel y a tinta, complemento perfecto del perfume del lápiz recién pasado por el sacapuntas y del dulce sabor de la goma de borrar. Con la Enciclopedia Álvarez se fueron al otro barrio el papel secante, el tintero y el lamparón de tinta que condecoraba las manos y camisas de los escolares. El alumno que mejor forrado llevaba el Senda era Antonio Ruiz Jiménez, primorosamente preparado por su padre, José Ruiz, que adquiría el material en la tienda de Luis la Roeta. El primor del forro parecía que iba a hacer más fácil la entrada de las letras en la mollera hermética de algunos chavales. La letra envuelta en papel cuché. Pero ni por esas. Entonces entraban en juego los tirones de orejas y patillas, los regletazos y los castigos a escribir cien veces en la libreta “si hubiera o hubiese querido”. Con todo y con eso, muchos de aquellos atemorizados alumnos pintan hoy canas sin haber aprendido a conjugar no ya el pluscuamperfecto, sino el presente de indicativo.
Cuando ya parecía que íbamos dominando el futuro imperfecto, asomaba por la cresta del Himalaya el análisis sintáctico. Del Senda brotaban entonces, como por ensalmo, el sintagma sujeto, el sintagma predicado, el complemento directo, el complemento indirecto y el complemento circunstancial. Supimos la importancia de lo circunstancial cuando algunos alumnos le tenían que decir a don Sebastián que en su casa no tenían dinero para comprar el Senda en la tienda de anca Lolita la de don Diego, de la calle Lora, en cuyo escaparate lucían las portadas.
Y vuelta a empezar con los tirones de orejas y las galletas. Los adverbios, los adjetivos, el singular, el plural, el masculino, el femenino... Algunos autores de aquellos libros eran Rosario Fernández de la Cancela y Carlos González. Algunos de aquellos alumnos aún guardan el Senda en las baldas más altas de los armarios, junto con los apuntes y las carpetas llenas de dedicatorias y pegatinas. Con la mirada en el pasado, da pena tirar todo eso, aunque entonces los habríamos arrojado por la ventana sin ningún miramiento. ¿Se escribe habríamos o hubiésemos tirado? La cosa no acababa ahí, sino que, una vez habíamos aprendido (es un decir) la conjugación verbal en el Senda, don Juan Selfa empezaba con el libro de Francés. Y vuelta a los sietemiles del Himalaya. Je suis, tu es, Il/elle est, nous sommes, vous êtes, ils/elles sont.
Aprendíamos la caligrafía copiando mil y una veces “el escudo tiene un León” y ganábamos puntos para los exámenes haciéndole mandados a algunos profesores. Un bocadillo de anchoas de la taberna de Garrancho o una torta de aceite de San Martín de Porres. Las galletas eran siempre para los alumnos menos aplicados, pero no eran precisamente María Dorada, sino de palma endurecida que hacía ver las estrellas. Galletas amargas que fueron dando forma, como el martillo al hierro candente en la fragua, a las letras que hoy nos sirven para escribir y leer libros como el de “Fuentes Siempre”.