La gente se queja de la educación, pero pocos saben cómo funcionaba el sistema educativos en los años setenta y principios de los ochenta. Desorganización, caos, precariedad, improvisación, voluntarismo... Esas palabras y otras más gruesas definen el funcionamiento de la educación de entonces. Para empezar, el curso arrancaba en octubre, en vez de septiembre. Unos veinte días lectivos menos que ahora. "Y aún así algunos profesores tardaban un mes más en incorporarse, a veces hasta noviembre”, recuerda Carrero Perea, uno de los estudiantes que todavía guarda en la memoria aquel sistema caótico. En 1980, por ejemplo, tras iniciar el curso en octubre, parte del profesorado se declaró en huelga a mediados de noviembre, una protesta que se prolongó hasta febrero. “Luego nos tocó sudar tinta china para aprobar”, recuerda.
Para los antiguos alumnos de Fuentes, hasta 1996 obligados a estudiar en los institutos de Écija, Marchena y Carmona, aquellos cursos que empezaban en octubre son parte de un relato colectivo que se mueve entre la nostalgia y la crítica, entre las mañanas de frío y las tardes de aburrimiento. Un tiempo en que la educación pública se vivía con altibajos, entre profes absurdamente exigentes que manejaban métodos trasnochados, dados a la improvisación, adictos a los cantos cara al sol, a la gimnasia cuartelera, a la obsesión por el valor del respeto cuyas raíces de hundían en el miedo, a la memorización sin comprensión, a la obediencia sin reflexión, a las labores del hogar porque lo ordenaba la sección femenina de la Falange. En sin, un sistema arbitrario, ineficaz y absurdo.
El Bachillerato Unificado Polivalente (BUP) arrancaba tarde, terminaba a mediados de junio y dejaba los exámenes de recuperación para finales de mes. Las vacaciones eran largas, pero la organización académica generaba quebraderos de cabeza a los padres, que veían con escepticismo cómo se acumulaban los meses sin clases efectivas. La percepción generalizada era que la enseñanza pública funcionaba “a trompicones”. Muchos progenitores se planteaban entonces enviar a sus hijos a la privada, convencidos de que allí —aunque pagando— los estudios tendrían más continuidad. A la pública, sin embargo, se le reconocía un mayor rigor: “Al pan, pan y al vino, vino. Si no aprobabas, no aprobabas”, solían repetir. En las privadas aprobabas muchas veces porque tus padres tenían dinero.

Con todo, los recuerdos de aquellos cursos están marcados por asignaturas y docentes que dejaron huella. En Ciencias Naturales, la constancia era la norma: un día se explicaba y al siguiente se preguntaba. En Historia, se alternaban lecturas, resúmenes y comentarios de texto. Matemáticas y Lengua seguían manuales exigentes, como los de Fernando Lázaro Carreter. En Francés, cada jornada se respondía al “librito” del profesor; en Música, algunos recuerdan con humor cómo se les pedía imitar a Miguel Bosé.
Los alumnos no olvidan tampoco a figuras concretas. En el instituto de Écija, nombres como José María García Bañuls, “el de Triana”, o Alfonso el Boliche se hicieron célebres por su severidad. El mote de “el Chimenea”, profesor de Lengua con gabardina y puro, que forma parte inolvidable de la mitología estudiantil de la época. Mientras tanto, la vida de pensionistas completaba el cuadro: en la pensión de Sara convivían estudiantes fontaniegos como Juan García López, Paco Paniagua o el “Pope”, compartiendo no solo habitación, sino también estrategias para aprobar asignaturas de profesoras tan estrictas como Chari Barcia, en Matemáticas.
El contraste con la actualidad es evidente. “Éramos más dejados, hoy los chavales tienen otra mentalidad”, admiten los protagonistas. Ellos mismos reconocen que las alumnas de entonces mostraban una madurez y seriedad superiores a la de sus compañeros varones: Manoli Barcia, Aurora, Socorro o Mercedes Esther son recordadas como ejemplo de responsabilidad. Cuarenta y cinco años después, la comparación es inevitable: la enseñanza se ha vuelto más estructurada, más exigente y mejor organizada. Los jóvenes actuales estudian más, cumplen con calendarios precisos y apenas conocen huelgas prolongadas. Como resume uno de ellos, con humor y resignación: “Lo de antes era la casa de Tócame Roque. Ahora, por suerte, la enseñanza va por otro camino”.