Tengo piernas largas y delgadas, igual que los brazos. Tengo cabeza pequeña que alberga un cerebro igualmente pequeño, pero que no me impide pensar, admirar las estrellas en las noches donde la luz que nos ilumina desde el cielo se marcha no sabemos dónde. Se va poco a poco, dicen los viejos que el ratón gigante que vive bajo la tierra y bajo el mar se la come igual que roen los granos que vamos guardando con cuidado, muy poco a poco porque si guardamos en exceso se pudren o se lo llevan los ratones y las ratas, no sabemos si para alimentar la luz del día en vasallaje al ratón de los cielos.

¿Reír? Sí, reímos al contemplar el grano maduro y las bayas tiernas, al ver saltar a nuestros cachorros chapoteando en la laguna de la que bebemos con cuidado, alerta por si aparece algún depredador, siempre andan merodeando. También lloramos al despedir a nuestros muertos en la profundidad de la cueva. Allí, cerca de los espíritus de nuestros antepasados, grabamos signos sagrados, transmitiendo nuestro saber a los que vendrán después. No sabemos quiénes serán, pero estamos seguros de que sabrán interpretarlos. Aquél que bajará en el futuro a la cueva de nuestros muertos nunca más será el que entró, su vida cambiaría, no sabemos cómo ni cuándo, pero sucederá.

Han pasado muchos miles de años desde que nos separamos. Naledis nos han llamado los que se dedican a buscar orígenes de distintas especies que tengan que ver con la suya. Por el tamaño de nuestro cerebro creyeron que éramos muy distintos a ellos, que no éramos capaces de enterrar a nuestros muertos. Sin embargo, han comprobado, habéis comprobado, que fuimos capaces de correr riesgos que no creeríais para ofrecer un funeral a nuestros seres queridos. Bajamos a profundidades por pasadizos verticales donde apenas cabe un adulto, encendiendo fuegos sagrados.  

Sí, conocíamos el fuego purificador, el que nos acogía en la oscuridad cuando la luz cegadora se marchaba bajo la tierra y aparecía la que era alimento de pequeños ratones celestes, los ancestros de aquel que cayó desde arriba y se hundió en la tierra y el mar hace tanto tiempo que nadie lo recuerda. Solo sabemos que se hizo tan grande, tan poderoso, que sus padres unidos en el miedo pudieron arrojarlo hacia el abismo y desde entonces se alimenta de la luz que cada día baja para él.

Cada vez que las especies Homo se cruzan, se miran, se aparean, se separan, desaparecen, quedan sus huellas en la naturaleza, en la cultura más profunda que de alguna manera se ha ido transmitiendo al homo sapiens. Nunca hemos sido únicos dueños del planeta. Dentro de miles de años, no sé cuántos, quizás menos de los que creemos, alguna especie encontrará restos de unos seres extraños que se destruyeron en su locura de creerse dueños del tiempo, del espacio y de la naturaleza.