Esperar es tener fe en conseguir lo que se desea, quizá por eso nos pasamos la vida esperando. Un guepardo acecha el instante preciso, escondido entre las matas. Cuando llegue el momento, toda la tensión acumulada se liberará. Para entonces, la suerte ya estará echada. Sólo tendrá una oportunidad para fracasar o tener éxito. Sobrevivir o morir dependerá de una fracción de segundo, tanto para él como para la gacela acechada.

El mundo hormigonado en el que habitan nuestras certezas es una inmensa sala de espera. Dedicamos mucho más tiempo a preparar, planificar y desear que pasen cosas, que a disfrutarlas. Una vez cumplidos, los sueños se vuelven tediosos. Somos niños pequeños que deseamos lo ajeno, nos aburre antes que lo propio. Lo conseguido no tiene valor alguno. Como Penélope, ganamos tiempo ignorando el presente, tejiendo y destejiendo futuros posibles, a veces altamente improbables en nuestra Ítaca inventada. Desechamos trenes de cercanías en el convencimiento de que pronto llegará uno de largo recorrido, que nos llevará al lugar mágico en el que los deseos se cumplen.

Hay que tener mucho cuidado con lo que se desea porque se puede hacer realidad. Por eso dedicamos mucho esfuerzo a definir los sueños, no vaya a ser que todo lo que toquemos se convierta en oro y muramos de hambre. A mí no se me cumplen los deseos, pero los imagino de maravilla. En mis conjeturas la gente es buena, no hay matanzas ni exterminios, se respeta al diferente; imaginar lo mejor es gratis. Los anhelos se cocinan despacio, a fuego lento en la cazuela de barro de nuestra mente. Borbotean los deseos mágicos durante horas y días, a veces años. Vamos mejorando la versión anterior, buscando intensidad y belleza, pero sobre todo plenitud espiritual, la felicidad completa. Luchamos con denuedo por un concepto, por una idea, dándolo todo, haciendo del camino una forma de vida, con la perseverante actitud del ganador. Pero eso no garantiza nada, es más, hay muchos que no se esfuerzan, que no desean, que no sueñan, que no lo merecen, pero que consiguen lo que uno más anhelaba.

Después de tanto esfuerzo, si se pierde, nos queda el consuelo de haberlo intentado. Entonces escuchamos la irónica canción de Les Luthiers “perdimos, perdimos, perdimos otra vez”. Resignados, nos contentamos con el fracaso como el tahúr gafado que imagina lo excitante que tiene que ser ganar a las cartas, al menos una vez en la vida. Algunos, sin embargo, entienden la vida como un combate, como una batalla en la que la derrota no es posible. Con la mentalidad de un samurái, aplican una especie de código “El Camino del guerrero” (el bushido). Pueden ser César o nada. Para otros, el éxito justifica cualquier acción por sucia y carente de ética que sea, el fin lo justifica todo. Trepan a lo más alto con las manos sangrantes, extraviando su alma en la escalera, para recibir una corona que adorne su frente. Pero el éxito es efímero, las hojas de laurel se secan cuando se arrancan del árbol “¡Qué poco dura la vida eterna!”.

Hay quienes consideran que hacer algo desgasta, que lo mejor es no hacer nada, que la solución se presentará sola. Sólo hay que tener paciencia, saber esperar el momento justo. El tren llega siempre, aunque sea con retraso. Por eso, con más pachorra que la sábana de abajo, esperan sin alterarse la solución gratuita. Tal vez sea la pereza, la sangre gorda o la cobardía, quizá hayan perdido la esperanza. Para qué esforzarse en nada cuando no se tiene poder alguno, si nada se puede cambiar. Todo parece estar escrito de antemano, prefijado y establecido y lo único que nos queda es el raro privilegio del pataleo.

Una mujer espera sentada en un banco en una estación de metro, no levanta la cabeza, no pretende atisbar las luces del próximo tren en la oscuridad del túnel. No le altera el hecho de que sea la única persona que espera en el andén. Simplemente confía, espera despreocupada que todo se solucione, sin preguntarse cómo. Algo ocurrirá, algo que haga que todas las piezas encajen. A veces lo mejor que puede pasar, es que no ocurra nada, que perdamos la oportunidad y eso de paso, a otras oportunidades, otros trenes que nos lleven a mundos increíbles, de esos tan grandes, que no nos caben en la cabeza. Todo llegará o no y quizá eso sea lo bueno, la incertidumbre.

Esperar garantiza la decepción porque el premio nunca será tan bueno como conjeturamos. Casi es mejor no desear que llegue el momento. Es mejor imaginar la belleza de la desnudez que constatar la mediocridad desabrigada, pues la certeza es enemiga de los sueños. Nunca nada es tan hermoso como antes de que empiece el espectáculo. “…Y en la espera te pediría, no te desnudes todavía, no te desnudes todavía…” (L.E. Aute).