Anda uno ofuscado la mitad del día intentando enderezar el rumbo, angustiado por el futuro de esos niños de Ceuta, inquieto por el odio que emana de tanta bestia emboscada detrás de una figura aparentemente humana, que apenas tiene tiempo de elevar la vista y mirar el horizonte al declinar la tarde. A lo largo del día uno ha llevado trastos al punto limpio, ha mirado un instante las tumbas quietas y confiadas del cementerio, tan nuestras, ha ojeado las noticias, las vacunas, las tasas por cien mil habitantes, las acusaciones políticas, los insultos.

Anda uno enfrascado en nimiedades de echa para allá ese coche que me estorba, de no me acuerdo de haberte dado permiso para mirarme a los ojos, de ahora no puedo atenderle porque falla la conexión de internet, de cuántos baches tiene esta carretera, de clamar que la arreglen, que apenas le queda corazón para emocionarse ante la foto de Luna, la mujer de Cruz Roja abrazada a un africano que llora de miedo, frío y desesperación a las puertas de Europa. La Europa de los mercaderes sin alma. Anda uno embarrado en tanta frivolidad irrelevante, en tanta nadería, en tanto griterío de gente que no tiene nada que decir, que ni siquiera se ocupa asomarse a la explosión de color que puebla la campiña.

Anda uno.. hasta que alza la vista al atardecer y descubre que, asomado a la onda interminable de girasoles que cubre los cerros, nada importa. Y queda uno atrapado por ese paisaje infinito de cereales y pipas, ahíto de sol, que nos da forma desde hace siglos, que seguirá dándonos la vida incluso cuando todos hayamos muerto. Y uno quisiera no bajar nunca más la vista a la tierra, quedarse a vivir abismado al misterio de esos ojos que buscan la luz, al algodón dorado de las nubes enmarañadas con el sol de poniente. Y no tiene uno más remedio que reconciliarse con el mundo. ¡Estos atardeceres de la campiña...!

GRACIAS, LUNA