Nuestras autoridades europeas no parecen enterarse: Ya no es tiempo de mendigar más explicaciones a las autoridades de Israel sobre el genocidio de palestinos, ni de montar otro paripé diplomático, ni de redactar una nueva nota de condena que será archivada entre bostezos protocolarios. No necesitamos más gestos vacíos destinados a morir en el vertedero de la hipocresía internacional. Hace dos años que asistimos, día tras día, al mismo despliegue de muerte calculada, y cada jornada el primer ministro de Israel, junto a la complicidad de buena parte de su sociedad, añade una piedra más en la infamia y la ignominia. Ha llegado el momento de hacer lo que nunca se quiso hacer, lo que debió iniciarse desde que quedó claro que Netanyahu no gobernaba, sino que depredaba. Si algo ha quedado patente desde el principio es que sólo él es capaz de superarse en su propia escala de brutalidad; sólo él compite consigo mismo en una carrera macabra de exceso, como si cada crimen fuera apenas el peldaño para el siguiente. Seguir pidiendo explicaciones a quien ya ni siquiera oculta su desprecio a las leyes internacionales —cuyas normas viola sistemáticamente— es un acto de complicidad disfrazado de diplomacia.

Llevamos dos años soportando horrendos asesinatos impunes, y el pasado martes 22 de julio de 2025, la jefa de la diplomacia europea, Kaja Kalla, se limita a tuitear lo que debió haber gritado desde el primer cadáver: "matar civiles que buscan ayuda es indefendible", una disculpa de cartón piedra cuando ya no hay tiempo para moralinas vacías. Un gesto más, a todas luces extemporáneo; qué sangre más fría la de esta mujer. Antes dijo A, después B. Y así sucesivamente, fue cumpliendo su papel, modulando condenas, dosificando advertencias, urdiendo eufemismos. Mientras tanto, la gente sigue muriendo sin que esa retórica cautelosa sirva para calmar a ninguna víctima.

Resulta alarmante —y profundamente hipócrita— el espectáculo que Europa ofrece: proporciona ayuda mientras fabrica la artillería que destruye Gaza —en pleno 2024 y bien entrado 2025, países como Alemania, Reino Unido, Países Bajos, Bélgica, Italia y Francia han seguido suministrando armas o componentes a Israel, a pesar de las denuncias por crímenes de guerra en Gaza—; se paraliza ante crímenes sistemáticos; y alardea de valores mientras deja morir a los inocentes. Josep Borrell denunció hace semanas en la cadena SER que “la mitad de las bombas que caen sobre Gaza están fabricadas en Europa”, reclamando acciones, no palabras. Médicos Sin Fronteras y ex-diplomáticos acusaron a la UE de “hipocresía y pasividad”, alimentando impunidad al dejar pasar armas sin condiciones.

La comisaria europea de Asuntos Exteriores y Seguridad plateó mediante un mensaje en redes sociales que “todas las opciones están sobre la mesa” si Israel “no cumple sus promesas” —una frase que podría sugerir firmeza en principios—. Sin embargo, sus actos revelan otra cosa: la señora Kallas encarna una diplomacia incapaz de estar a la altura moral del momento. No es que desconozca los hechos —los datos son incuestionables—, sino que demuestra falta de valor, de humanidad y de coraje. En lugar de actuar con la determinación que exige el hambre, la desesperación y la masacre de civiles, opta por dilatar, modular y esperar. Como si la muerte de niños por desnutrición o fuego cruzado pudiera ajustarse al calendario diplomático. Como si cada paso debiera ir precedido de cien vueltas retóricas. Se necesitan personas de buen corazón y elevadas intenciones. La señora Kallas no lo es. Hacen falta líderes políticos dispuestos a hablar claro, asumir la verdad y actuar ya. Porque la tibieza también mata. Y la sangre fría, cuando se trata de vidas humanas, no es temple: es complicidad.

Llevamos meses soportando horrendos asesinatos impunes —ni la prensa lo denuncia con contundencia y constancia, ni la ciudadanía se moviliza de verdad—. Más de 59 000 personas han muerto asesinadas en Gaza desde octubre de 2023, cientos de niños mueren cada día por hambre y sed, los hospitales han sido devastados —el 94% de las instalaciones sanitarias han resultado dañadas o destruidas, muchas fuera de servicio—; y numerosos periodistas han sido asesinados mientras cumplían su deber. Aun así, esto no ocupa el centro del relato. No hay portadas diarias, ni cobertura proporcional a la magnitud del crimen. Cada mañana, la noticia principal debería ser el genocidio, pero no es así. Y la ciudadanía —entretenida con sus cacharritos electrónicos—podría, en contadas ocasiones, toparse con una pantalla enrojecida por la sangre: niños heridos, cuerpos famélicos, miradas ausentes de esperanza que no deberían existir. Pero es probable que, antes de que el dolor aflore, se interponga otra imagen más ruidosa, más digerible: el politiqueo, el escándalo express, la trifulca doméstica que inyecta su dosis diaria de ira al scroll infinito. Lo más descorazonador es que el genocidio no domina la conversación cotidiana: apenas se menciona en los bares, no reina en los grupos de WhatsApp y no interrumpe la paz de la sobremesa.

“Asco de individualismo”, hubiera suspirado uno de aquellos náufragos domésticos de Forges, patente ejemplo de una lucidez resignada. Ya deberíamos haber llenado las calles con gritos de auxilio y denuncias que traspasen fronteras, alcancen a la ciudadanía israelí y retumben en los salones de poder europeos. Porque lo urgente es presionar, para sancionar e intervenir de verdad.