Quiere la tradición que el lunes de carnaval, o puede ser el martes que también hay licencia para ello, salga de mi casa con un trapo pintado imitando una careta, nada parecida a las que antaño usaban los griegos en el teatro, un culo enorme, así como una descomunal barriga y si aún tengo trapos suficientes con unos pechos más que aumentados.
Después de llamar en las casas de mis vecinas y darles la lata para ver si me conocen o no me conocen, mis pasos deben encaminarse hacia la calle Carrera, en cuya esquina he quedado con varias máscaras. La tarde anterior ya nos hemos puesto de acuerdo en cómo vamos a distinguirnos del resto de máscaras y mascarones, que a esa hora ya van de un lado a otro de la Carrera gritando y parando al personal con el consabido: ¿Me conoces o no me conoces?
Nos unimos al griterío y a las risas que producen las caras de ¿quién será ésta que tan bien me conoce? cuando al parar a un mocito le preguntamos por su novia y si ya su suegro le ha dado permiso para pelar la pava en el sardinel o la de aquél que sale corriendo al recordarle cómo una noche se descubrió que él era la carpanta de la calle Calderero.

De pronto una de nosotras dice: “Vamos a comprar un dulce de la confitería de Rafa y que lo pague mi pretendiente, que viene por la esquina del paseíto de la Plancha. Vosotras decidle que me vais a hablar muy bien de él para que se arregle conmigo”. El pobre pretendiente se gasta los cinco duros que lleva en el bolsillo con tal de quedar bien, nunca se sabe quiénes están detrás del trapo.
Seguimos dando vueltas por las calles Carrera, La Matea, Lora y Flores… Hasta nos hemos atrevido a entrar en el bar del Parro a pedir una copita de vino dulce. En la misma puerta del bar la hemos tomado con mi prima, a la que hemos vuelto loca al intentar conocernos.
Cuando mejor nos lo estamos pasando dan las siete en el reloj de la iglesia: “niñas, a correr que viene los municipales”. Correr corremos, pero mi compañera no puede de la misma risa y tiene que entrar en una casa de la calle San Sebastián y desde allí, por el corral, salir a la calle Mayor, menos mal que su casa está cerca. El domingo cuando nos veamos en misa no podremos aguantar la risa al mirarnos unas a otras. Al salir de la iglesia vemos cómo Carmen y Juan se van paseando lentamente. Pues sí que le sirvió gastarse los cinco duros al mocito
