Dice la letra del fandango que "es el cante que más quiero, se alegran las penas mías, con un fandango alosnero y al amanecer el día". Con un fandango y una feria soy la mujer más feliz del mundo. Sin feria no es que sea infeliz, pero un poco más triste sí estoy desde que no podemos disfrutar de nuestra fiesta de verano. Como soy de natural optimista, quiero pensar que el año que viene vamos a volver al recinto de las casetas y podéis estar seguros de que voy en irrumpir en él como un toro sale del chiquero, en tromba. ¡A comerme la feria!

Mi feria es la casa de la alegría. Feria y alegría son palabras que significan lo mismo. Por eso puedo estar una semana entera en la feria y llegar el lunes de resaca y empezar a pensar en la feria del año siguiente. Como otros quieren semana santa y carnaval, yo quiero feria todo el año. Bueno, es una exageración porque no todo es ni puede ser feria. Que conste que yo soy muy de feria y muy de iglesia. De hecho, alguna vez me ha sorprendido la hora de la misa del domingo en la caseta y he pasado de la feria a la iglesia sin pasar por casa. Una vez, una de las hermanas de la Cruz me echó un velo por encima de los hombros porque llevaba un vestido de lentejuelas brillantes muy escotado.

No, no está reñida la fe con la alegría, ni mucho menos. El cristiano tiene que ser alegre y la fe en Cristo es un motivo más para estar alegre. Soy así de espontánea y transparente. La cuestión es saber estar. Cuando estás en la feria, a tope. Lo mismo que cuando estás en misa. Intensa. Una de esas ferias, estando embarazada de mi primer hijo, ya cumplida, estaba en la feria a las cinco de la mañana bailando sevillanas con los pies hinchados y con mi marido y mi cuñado de guardia por si teníamos que salir corriendo para la clínica. No ocurrió nada porque hasta para eso es bueno mi hijo, que me dejó disfrutar de la feria y nació el 28 de agosto. Eso sí, de camino de casa me dio un dolor tremendo porque el niño, con el baile se había encajado y no veáis lo que pasé.

Me gustan las fiestas porque he salido a mi padre, Zacarías, con eso lo digo todo. Mi padre era muy flamenco, cantaba de maravilla y pinturero como ninguno. Más de una vez había parado el coche para echarle un piropo a una que pasaba por la calle. ¡Con mi madre y yo dentro del coche! Ante mi protesta, mi madre decía "déjalo, todo se le va por la boca". Cómo sería que mi madre, que se iba de la feria la primera, le pedía a otras mujeres que salieran a bailar con su marido. En cambio, mi padre fue muy estricto conmigo. No quería que fuese a la feria sola y a las diez tenía que estar de vuelta en casa. Por eso me puso con las monjas a aprender a coser y bordar. Eso sí, se me quedó grabado en la mente este consejo de sus últimos días: "hija, cuando estés triste, canta".

Es lo que hago. Ahora, en la caseta soy la primera en salir a bailar y algún fandango cae de vez en cuando. Bailo todo lo que me echen, da igual lo que sea. Y el circo, guardo recuerdos imborrables de las mañanas de circo en la calle Ancha. Un viernes de feria, después de recorrer todas las casetas y haber bebido algo más de la cuenta, entramos en la caseta municipal y Garbancito nos animó a subir al escenario para el concurso de sevillanas compitiendo con alumnos de las academias de baile. Cómo iríamos que yo no recuerdo cómo bailaba, pero sí que ganamos el certamen y guardo como oro en paño la copa de mejor bailaora de la feria.

En fin, no se si se notan las ganas de feria que tengo...