Lo reconozco, soy una persona desordenada, muchas veces no sé cómo encontrar lo que lo que busco. Esto me pasa porque no tiro nada, me cuesta deshacerme del producto de mi esfuerzo, del trabajo vivido. Me pasa también con los pequeños objetos recopilados poco a poco que no tiro a la basura, sería como si borrase los hitos que me permiten desandar el tiempo. Tengo cajones llenos de objetos, estoy seguro de que a la mayoría de la gente les resultarían bobadas, pero para mí son testigos de la vida consumida. Aun así, he perdido objetos muy queridos entre mudanzas y traslados mentales.

Rebuscando cosas “importantes”, abro una caja de lata que un día contuvo galletas de mantequilla, convertida hoy en un arca temporal, en mi baúl de los recuerdos o en la caja de Pandora, según se mire. Entre viejas acreditaciones de prensa de periódicos para los que trabajé y que hace mucho tiempo que desaparecieron, en las que tengo cara de adolescente asustado, aparecen retazos de mi vida. Son como esos parches de tela con los que se confeccionan colchas a base de coserlos unos a otros, lo que los horteras amantes de spanglish llaman pachtwork. Mi vida, como la de todos, está hecha con retales de tiempo, que aislados no pasan de la categoría de anécdota, pero juntos conforman mi historia, que no habría sido posible sin trozos de la vida de otros.

Aparecen fotos en mi vida, siempre hay fotos. Soy de una generación analógica, crecí en un mundo en el que existía una cosa a la que llamábamos papel. Las fotografías del siglo XX están compuestas de micropartículas redondas, hay peso. Hay materia en ellas, porque están hechas de granitos de plata que fueron arrancados a la tierra para convertirse en memoria. Ya no hay plata en las fotos, no hay granos redondos, no hay lunares en la Luna. Ahora solo hay píxeles cuadrados y eléctricos, 011110010010011000. Los números sustituyen a la sustancia, lo simbólico al cuerpo, lo virtual a lo tangible. Ya no hay cápsulas del tiempo dentro de cajas metálicas. Ahora los archivos en jpeg ocupan megas y gigas que se agolpan fagocitando la memoria, pero no la nuestra, sino la del móvil. Las imágenes serán asesinadas para dejar espacio libre a otras, entrando en una espiral de juicios sumarísimos en los que hay que decidir cuáles son los recuerdos importantes. El resto se irá por el desagüe de la papelera de reciclaje.

De mi caja mágica, que debería haberse convertido en álbum, salen hechos a veces no recordados, aunque intuidos. Le doy la vuelta a una foto y un fogonazo me golpea la vista, me transporta a otro tiempo en el acto, como si viajase por un agujero de gusano a una galaxia muy lejana. Las personas somos como los replicantes de la película “Blade Runner”, necesitamos el relato gráfico de nuestra vida, para poder respondernos a una pregunta repetida una y otra vez ¿Quiénes somos? Por eso León Kowalski, buscaba fotos desesperadamente, quería ser tan “humano como los humanos”.

Encuentro el camino hacia mi patria, el camino hacia mi infancia. Allí soy un intrépido marinero que mira con curiosidad a un caniche, al que recuerdo haber odiado siempre. Igual esta foto se hizo antes de mis desavenencias con aquel chucho. Miro la cara de orgullo de mi abuela María, que me sujeta fuerte con las dos manos, queriendo protegerme de cualquier mal de este mundo mientras estoy sentado en su regazo. Siento que yo también estoy hecho de materia, de la suya, que también vengo de la tierra y que sus éxitos son mi vida, y que si hubiese fracasado en su empeño de sobrevivir, yo no estaría ahora mirando una vieja foto, nunca habría nacido.

Se me puede acusar de fetichista, pero para mí tocar el papel fotográfico, aunque ya no haya plata, es acercarse a la ventanilla de un tren a punto de partir para no regresar, veo a “mis Castros” aunque no oigo sus voces, no recuerdo el momento mágico en el que saltó el flash, pero sí el timbre de sus voces. Gracias a la fotografía, el tiempo se detiene, aunque la vida no lo haga. La historia de mi familia es como la de la mayoría, a las que se denominó como de clase media, pero en realidad eran de clase normal, o sea pobres. Éramos la inmensa mayoría, la típica familia andaluza. Claro que ahora casi nadie recuerda nada, ni quiénes somos ni cuánto barro llevábamos en los zapatos.

Aquellos tiempos de crisis permanente, lavadora de turbina, estufa catalítica, ropa de los domingos y nula libertad, viven aún en trozos de papel, escondidos en cajas de galletas. Los tiempos de hoy, de consumo rápido, de depredación del instante, los tiempos virtuales, sin materia, “se perderán como lágrimas en la lluvia”. Siento orgullo, no por mí, sino de saber que vengo de gente honrada y trabajadora.