En el siglo XIX la salubridad pública no era precisamente modélica en Fuentes. Abundaban los muladares dentro de las casas y en los corrales, donde los vecinos arrojaban toda clase de basuras. Esto originaba frecuentemente malos olores, sobre todo en la época del estío cuando el calor rondaba los 40 grados. También en las calles era frecuente ver acumulaciones de basuras procedentes de los excrementos animales y que luego eran trasladados al campo para abono. Las aguas sucias eran arrojadas sin miramientos a la calle. A esto se añadía la ausencia de agua potable. La gente se nutría con cántaros de los pozos y fuentes.

El ayuntamiento, presionado unas veces por las denuncias de algunos vecinos y otras bajo la amenaza de las epidemias que eran frecuentes, intentó tomar medidas para mejorar la salubridad. Para evitar los malos olores y las epidemias ordenó a los vecinos acometer la limpieza de las calles, prohibiendo mediante bandos que se arrojase agua e imponiendo multas a quienes destrozasen el empedrado arrojando agua o con sus carros. Pero las disposiciones higiénicas no tuvieron éxito. Los vecinos se resistían a pagar la reparación de calles y fachadas, no se castigaban los destrozos del pavimento y la basura continuaba acumulándose.

Los mayores factores de enfermedad eran, sin duda, la desnutrición y las miserables condiciones de vida de buena parte de la población. No es de extrañar, por tanto, que la alimentación fuese la mejor medicina del hospital de San Sebastián. Las patologías más frecuentes registradas en dicho hospital eran calenturas, fiebres tercianas, las esperables en trabajadores expuestos a las inclemencias del tiempo, trabajando en campos encharcados, bajo la lluvia o el sol y al ataque de insectos. Además, esta misma pobreza llevaba a buena parte del vecindario a aprovechar las ropas y utensilios, que se pasaban de unos a otros en el ámbito familiar y los familiares solían aprovechar las ropas de los difuntos, lo que podía contribuir a propagar las enfermedades.

Como tantas otras realidades, la salud estaba muy condicionada por la renta. Los más ricos podían acceder a una asistencia sanitaria de calidad, pudiendo acudir a médicos y cirujanos o ir a curarse a otras poblaciones. Los médicos solían atender a los pobres de solemnidad en el hospital de San Sebastián. Por su parte, el cabildo tenía en su nómina dos médicos, un cirujano y un sangrador o flebotomiano, atribuyéndole un salario para que atendiese a los más menesterosos en el hospital de la caridad. Los pobres, en años calamitosos, no se curaban porque les faltase la asistencia del médico, sino por otra serie de condiciones de su existencia personal y familiar, tales como la alimentación y la higiene personal y de la vivienda que habitaban, que solía albergar a más de una familia.

El ayuntamiento sólo prestaba atención a la curación de los pobres con ocasión de una epidemia para evitar la extensión del contagio y se limitaba a costear la quina para curar las tercianas a aquellos vecinos que contasen con visado del médico y estuvieran en la nómina de pobreza. Las profundas deficiencias de salubridad, la pobreza de la mayor parte de la población y la práctica inexistencia de un sistema de atención sanitaria dejaban a los habitantes de Fuentes, particularmente a los sectores más humildes, especialmente expuestos a un ataque epidémico. Estas circunstancias mostraron toda su dramática crudeza en los embates epidémicos de principios del siglo XIX.

Al comienzo del siglo, el sur de España se vio afectado por la fiebre amarilla. Apareció en Cádiz el año 1804 y se extendió a Sevilla en 1819. En años posteriores se vio afectada por el cólera morbo y el tifus. Las pandemias en España seguían la siguiente cronología: 1804, fiebre amarilla en Cádiz; 1810, fiebre amarilla en Cádiz; 1819, fiebre amarilla en Cádiz y en Sevilla; 1833, cólera morbo en España; 1854, cólera morbo en España; 1868, gripe en España; 1868, cólera morbo en España; 1884, cólera morbo en España, y 1890, cólera morbo en España.

La población de Fuentes sufrió, como el resto de la provincia, las tres epidemias que afectaron a la población sevillana, además de otras puramente endémicas, que en algunas ocasiones producían una grave e intensa mortandad. El caso más agudo se produjo el verano de 1831, cuando por motivo de las enfermedades estacionales que había sufrido, debido a la mala alimentación y a la escasez de higiene, se produjeron más de setecientas defunciones entre adultos y párvulos.

Cuando se produjo la epidemia del cólera morbo, que se extendió por toda España el año 1833, el cabildo fontaniego tomó una serie de medidas para evitar el contagio en su población: Ningún vecino ni posadero pudo admitir en sus mesones a forastero alguno sin dar parte a la autoridad sanitaria para que examinase sus pasaportes; los celadores de policía redoblaron la vigilancia no sólo de las personas forasteras, sino también de los vecinos, principalmente de los arrieros y trajineros, reconociendo sus pasaportes y procedencia de los cargamentos que trajesen, dando cuenta de cualquier cosa digna de atención; establecer una ronda todas las noches, compuesta de un celador de policía y vecinos que vigilaban la población y sus ruedos para evitar cualquier introducción fraudulenta de géneros u otros efectos procedentes de zona contagiada; ordenar que los celadores de policía, dependientes de justicia o cualquier vecino pudiera vigilar, muy particularmente, a todos los que se dedicaban al contrabando.