El cine Avenida de Fuentes proyectó aquel domingo la película "Españolas en París". Al día siguiente, lunes, Aurelio iba a empezar su primera jornada de trabajo en una escuela de Sevilla. Era el 17 de septiembre de 1972. La película, hecha a principios de los 70, narraba la vida de las españolas que trabajaban como sirvientas en París, la mayoría salidas por primera vez de sus pueblos. Alrededor de cuarenta mil mujeres españolas habían tenido que emigrar a la capital de Francia en busca de un empleo que sus míseros pueblos les negaban.

Era la España "una, grande y libre" de la propaganda política de Franco. El ministro Manuel Fraga Iribarne se había sacado de la manga en 1964 el lema "25 años de paz" tratando de lavarle la cara al régimen, mientras los trenes viajaban repletos de españoles buscando fuera el sustento que no encontraban en aquella España supuestamente grande y libre.

Aquel domingo, Aurelio Fernández Caro puede que fuese al cine Avenida y puede que no. Pero lo que seguro que hizo fue comprar un paquete de pipas en el carrillo de la calle Mayor para comérselo, como era su costumbre, mientras charlaba un rato en la equina de plaza de abastos o en la barbería del maestro Olla. Trataría de matar así el aburrimiento y la rabia de vivir en un país y en un pueblo que se comía los mocos. Cuentan que ya por aquellos años militaba en el partido comunista. Puede que sí, puede que no. Lo seguro es que trabajaba en la política para lograr la defensa de los desheredados, para extender la lucha de clases y para la toma de los medios de producción por parte de los obreros.

Un mes más tarde de aquel lunes que inauguró su primer trabajo, Aurelio cogió el salario y lo entregó a una familia que lo necesitaba más que él. En su fulgor, Aurelio hubiese querido transformar aquel mundo sórdido de seres humanos a la deriva. Igual que un dios menor que enmendara la plana al creador de tanta miseria. Aurelio vivía entonces en la calle Osuna, domicilio que luego cambió por la calle Mayor esquina con la calle Ancha. Su padre era Felipe Fernández, cuyo principal anhelo era comprar un piso en Sevilla para que sus tres hijos, Pepe, Aurelio y Julia, estudiasen en la capital. Consiguió pagar el piso después de infinidad de años pagando una hipoteca. Y sobre todo, consiguió que sus tres hijos llegasen a ser maestros de escuela.

De los tres, Aurelio era el más sociable y alegre. Había conseguido plaza de maestro en Sevilla, toda una hazaña para el hijo de una familia fontaniega de la época. Pero como la alegría dura poco en la casa del pobre, dos años después entrar de maestro, en enero de 1974, una redada de la policía política del régimen desmanteló la célula comunista a la que pertenecía y se vio obligado a esconderse, por lo que perdió el empleo. Comunista era lo peor que se podía ser entonces. Buscó refugio en Fuentes, en el "soberao" de la casa de su chache Manuel y su chacha Antonia. Pero los comunistas de Fuentes estaban estrechamente vigilados por la Guardia Civil, lo que le obligó a huir a Málaga.

En la capital de la costa del sol al menos era un desconocido y pudo mantenerse en la clandestinidad unos meses. Luego, junto con su novia Loli, se aventuró a cruzar los Pirineos como unos emigrantes más, para refugiarse en Perpiñan, en la frontera con España. Fueron acogidos por una familia de Fuentes, conocidos de sus padres, y Aurelio pudo trabajar un tiempo en la construcción. Más tarde viajaron a París, donde Aurelio trató por todos los medios de conseguir el estatuto de refugiado político. Era el requisito para conseguir un trabajo en consonancia con su formación. No se lo dieron hasta mucho más tarde y durante bastante tiempo Loli y Aurelio se vieron condenados a vivir de prestado y en albergues públicos para transeúntes.

Finalmente, aunque sin contrato, logró un trabajo de once horas diarias en un hotel de la ciudad. Las cosas empezaron a mejorar cuando su amigo Francisco Javier Martín, militante comunista, le encontró trabajo en una imprenta, primero como peón repartidor y luego como fotograbador. Su situación económica mejoró mucho. Luego le llegó la amnistía y consiguió el pasaporte y el estatuto de refugiado político. Aurelio quería haber regresado a España el mes de agosto de 1979 para reencontrarse con su familia y amigos.

Fulgor y muerte. Aurelio fue asesinado en la puerta de su casa el 29 de junio de 1979. También lo fue su compañero y amigo Francisco Javier Martín. Faltaba un mes para el regreso de Aurelio a España después de 5 años en Francia. Lo mataron en Choisy-le-Roi, en las proximidades de París. Tenía 28 años, estaba casado y tenía dos hijos de dos años de edad. En su muerte se dijo que pertenecía al grupo terrorista GRAPO, supuesto brazo armado del Partido Comunista Reconstituido. Puede que sí, puede que no, qué importancia tiene eso a estas alturas.

Lo único cierto es que en aquellos días parisinos colaboraba con su amigo Francisco Javier en la difusión de una revista antifascista, apoyando a los refugiados uruguayos, chilenos y argentinos que llegaban a París huyendo de la represión de sus respectivos países. A Aurelio le tendieron una trampa: el pasaporte y estatuto de refugiado político francés eran para tener más información sobre su persona y poder acabar con el. El diario francés Le Matin informó de que los asesinos estaban pagados por la patronal y el estado español. En posteriores investigaciones se descubrió que los servicios secretos españoles habían contratado a dos mercenarios marselleses de extrema derecha que, bajo las siglas Batallón Vasco Español, organización anticomunista parapolicial, mataron a Aurelio Fernández y a Francisco Javier Martín.

Lo que importa aquí y ahora es que el fontaniego Aurelio Fernández nunca participó en acto violento alguno. Lo que importa es que su fulgor de hombre que quiso cambiar el mundo duró apenas un instante y que su muerte dura una eternidad. A estas alturas, lo que queda por encima de todo es que Aurelio fue un hombre comprometido con la búsqueda de un mundo mejor. Y eso le costó la vida.