Camino de Sevilla me adelanta un enorme coche de esos que cuestan un ojo de la cara. El pobre conductor tiene que ir frenando porque otros vehículos van a menos velocidad que el suyo. Al momento viene detrás otro igual. Y otro y otro. Cómo sufren teniendo que frenar continuamente para no "comerse" a los vehículos menos potentes que circulan por la misma vía. Les estorbamos porque nuestros coches se "sienten bien" a 120 kilómetros por hora. Los suyos no, los suyos necesitan más pista porque "van sobrados" de velocidad. Tenemos carreteras que admiten una velocidad máxima de 120 kilómetros por hora, pero compramos coches que corren a 260. Aunque no tengamos prisa. En el pasado, muchos habitábamos casas pequeñas. Ahora, pocos habitamos casas cada vez más grandes. En el 600 nos metíamos ocho. Ahora en cada uno de esos vehículos estratosféricos viajan una o dos personas.

En el supermercado ocurre lo mismo que en la autovía. Los consumidores llenan los carros como si de un momento a otro el mundo se fuese a acabar. Lo mismo en la tienda de ropa y en la zapatería. Tenemos los armarios llenos de zapatos y de ropa que apenas usamos. En la cintura acumulamos grasa, lo mismo que acumulamos zapatos y ropa en los armarios. Igual que potencia desmedida en los coches que conducimos. Hace demasiado tiempo que pasamos de comprar para satisfacer necesidades a comprar por el mero placer de poseer, de aparentar, de acumular. Adquirimos cosas de forma compulsiva y, de la misma forma compulsiva, un día cualquiera limpiamos la nevera, la alacena y el armario tirando comida, ropa y zapatos apenas utilizados.

Toneladas de comida acaban cada día en la basura. También ropa, zapatos, gorros, cinturones... que pasan de moda o que han dejado de ajustarse a nuestras cinturas. En los contenedores de recogida de ropa usada aparece una ingente cantidad de prendas a las que ni siquiera se le ha quitado la etiqueta. Remesas completas de cientos de zapatos en sus embalajes. A pesar de los malos momentos que vive la economía, media humanidad sigue instalada la opulencia de un mundo que vive para comprar, acumular, desechar... Y vuelta a empezar. Todo eso ocurre porque el consumidor medio puede permitirse el lujo de gastar en objetos innecesarios o desmedidos, que con frecuencia les cuesta un dinero que rebasa sus posibilidades. Pero si hay que entramparse, uno se entrampa porque existe un pánico cerval a que se detenga la rueda del consumo.

Hace tiempo vi una película protagonizada por una familia obsesionada con el consumo. Todos sus integrantes veían en televisión exclusivamente los anuncios publicitarios. Cuando empezaba una serie o un programa cambiaban de canal en busca de anuncios. La publicidad y las tarjetas de crédito eran los principales alicientes de sus vidas. En consecuencia, acumulaban en casa todo tipo de objetos inútiles, aunque rodeados del aura que les había conferido el gran anuncio que los llevó a comprarlo. No importaba que les sirviera o lo necesitaran para algo. Lo que les importaba era el hecho de haber sido capaces de comprarlo y lo miraban como el que mira una imagen venerada en un altar.

La religión del consumo tiene sus templos en los centros comerciales, a los que acuden sus creyentes en masa. En breve veremos salir a sus fieles en procesión cargados de bolsas y bajo un palio de luces que proclaman a los cuatro vientos que llega la Navidad, la gran fiesta de la tarjeta de crédito. No faltará -sino que sobrará luz- alumbrado público para incentivar el consumo. No importa que cada una de esas bombillas quiebre un poco más la ya de por sí frágil estabilidad del planeta. ¡Que no pare la rueda! Aunque cada centímetro de grasa que acumulemos se le restemos al planeta, que adelgaza a ojos vista. Escuálido el planeta, obesos los consumidores. Y con coches cada vez más grandes, aunque haya que ir frenando todo el camino.