Juan José Campanella es un director de cine argentino fascinante. En “El secreto de tus ojos”, Ricardo Darín interpreta a un personaje que tiene una cuenta pendiente con el pasado. Su desvelo encuentra respuesta en un lugar remoto. Un “buen tipo” mantiene secuestrado en un cobertizo, durante veintitrés años, al hombre que había violado y asesinado a su mujer. Siguiendo al secuestrador, que lleva unos mendrugos de pan al prisionero, entra en el zulo. Allí ve en una jaula al reo muy demacrado que le dice “dígale que por lo menos me hable”.

No me imagino una tortura mayor que la de condenar a una persona a la incomunicación. Somos individuos sí, pero pertenecemos a una colonia. Igual que los tiburones necesitan nadar constantemente o mueren, nosotros necesitamos hablar, verbalizar nuestros anhelos y frustraciones o morimos un poco cada día. La gente que vive sola, no por decisión propia, (pienso ahora en los mayores abandonados a sus recuerdos) se contentan como pueden poniendo la televisión para que les haga compañía. Escuchar una voz humana les recuerda que aún siguen vivos, aunque no coleen mucho.

El tsunami vírico hizo que nos planteásemos la existencia, o más bien la inexistencia, más allá de las paredes de nuestro castillo. La comunicación con otros semejantes es esencial para nuestra salud mental. Hace falta droga dura, bien dosificada, para soportar la ingrata vida.

La buena educación, las reglas de urbanidad que nos enseñaron cuando éramos niños, nos obliga a decir buenos días, buenas tardes y buenas noches al cruzarnos con conocidos, a veces también con desconocidos. En los dos últimos años hemos edificado a nuestro alrededor un muro invisible que va más lejos de la distancia de seguridad física. Nos hemos aislado en la parquedad, reduciendo la conversación al qué tal y al hasta luego. Nos olvidamos de “perder el tiempo” en charlas intrascendentes, esas que son las únicas importantes. Se cerraron los bares, luego quedaron restringidos a células, aisladas de todo contacto a los no convivientes.

En Suiza cuentan que el gobierno va a terminar con la llamada distancia social de dos metros de separación. Alguno bromea deseando que llegue la normalidad de los seis metros habituales. Aquí ese chiste no funciona porque, en nuestra tierra, siempre se ha ido más lejos del verbo. Las videoconferencias no nos contentan. Son de mírame y no me toques. Necesitamos lo físico, el roce, la cercanía del contacto. Nosotros nos tocamos, nos besamos, nos abrazamos casi sin excusa. Ahora con la cara desdibujada, sin leer en los labios, parecemos maniquíes de El Corte Inglés. A este paso vamos a necesitar emoticonos para entendernos. No hay sonrisas, gestos adustos, ni expresiones de sorpresa. Vistos de lejos, parecemos ejércitos perfectamente formados, guardando una equidistancia geométrica. Demasiado orden para ser mediterráneos, demasiada compostura para ser personas. No nos basta solo con la mirada, ni mover las manos en la distancia, ni siquiera sirven las escuetas palabras afectuosas.

Poco a poco, con la venia de la ciencia, volvemos a la normalidad de levantar la voz, de apretar la mano con fuerza, de apretujarnos en los bares atestados de gente. Nos lo estaba gritando el cuerpo. La bulla, quien lo diría, es ahora un deseo compartido. Ya podemos hacer cola para comprar churros mientras discutimos lo cara que está la vida o el gol que marcó de cabeza “Perenganillo”. Comenzamos a usar las redes sociales, las de verdad, esas en las que reina el palique y habitan las anécdotas, el cachondeo, los desahogos y hasta los chistes malos.

Ahora ya no se oye el reproche, muy de la cepa hispana, más aún de la andaluza, de que somos los últimos de la fila, que todo lo hacemos mal y tarde. Que somos un desastre y además tenemos los peores gobernantes del universo mundo. Ya no se oye: eso en Europa… Ese debate no existe porque países más ricos y desarrollados, más prusianos y cartesianos, esos de la pompa y el boato, el tulipán y la mantequilla, la eficacia y la eficiencia, la austeridad y el aburrimiento, lo han hecho peor que nosotros. Ya sé que suena raro, pero es la verdad. Hemos sido mucho más disciplinados, organizados, empáticos y no nos hemos rendido a las teorías de conspiraciones paranoicas.

Ahora debería preocuparnos la metamorfosis que nos ha llevado por un tiempo a ser tan siesos. Hemos de dejar de ser involuntarios prisioneros dentro de nosotros mismos, esperando que por lo menos alguien nos hable. Como el prisionero de “El Secreto de tus Ojos”, de Juan José Campanella.