El tiempo es el que es, el que nos ha tocado, el que vivimos, el que disfrutamos y padecemos. No lo podemos elegir de manera individual, aunque sí de manera colectiva. Un pueblo decide su futuro (imponderables aparte) por acción u omisión. Somos el resultado de la vida de muchas generaciones anteriores, afortunados por haber heredado un país rico, desarrollado y democrático, otros no han tenido tanta suerte. El mecanismo que impulsa el péndulo de la historia está cambiando de dirección y no parece que hagamos nada por evitarlo.

Mil años hace, y unas horas, que en Europa la vida era propiedad de los señores feudales. Cada castillo era un reino y cada persona un siervo. La oscuridad y la muerte por enfermedad y/o guerra eran el pan cotidiano; la vida parecía un mero tránsito hacia la muerte. La ciencia había muerto y con ella la inteligencia. Había un territorio exento de barbarie, Al-Ándalus. Es cierto que sobre esta época se ha exagerado mucho, no todo era tan poético, bucólico y pastoril como se cuenta. Pero hubo grandes diferencias entre los analfabetos que guardaban los libros bajo siete llaves en las abadías, para que no se contaminase nadie y los que alardeaban de tener las mayores bibliotecas. Los que quemaban libros herejes y los que los traducían, incorporando a su cultura los conocimientos de griegos y romanos, que habrían desaparecido para siempre de no ser por ellos.

La Hispania gobernada por los Visigodos no era un Estado, no era España como nos enseñaron en la escuela franquista. Había una élite minoritaria centro europea que gobernaba y un pueblo hispanorromano que soportaba a aquellos extranjeros que ni se molestaron en aprender el latín vulgar de los mortales. Tal vez por eso, les costó tan poco a Tarik y Muza y a sus tropas bereberes conquistar el territorio. El pueblo llano les abría las puertas de las ciudades, dando lugar al nacimiento de Al-Ándalus, cuya población era mayoritariamente hispanorromana. Tras unos siglos aquí, el Islam fue abriéndose paso entre el pueblo llano, pero en una versión menos ortodoxa, más humana y tolerante.

El Islam andalusí había evolucionado mucho, se había intelectualizado, fomentando la ciencia y las artes. Así, triunfaron en la literatura, la medicina, las matemáticas, la música, la arquitectura… A los ojos del resto del mundo islámico, el Califato de Córdoba se convirtió en un faro de conocimiento, pero como sabemos, toda buena acción merece su justo castigo. Cuando el califato, húmedo de goteras, acabó por cuartearse en reinos de taifas, llegaron los iluminados almohades exigiendo la pureza religiosa. Llamaron a la guerra santa contra los infieles, pero sobre todo contra los musulmanes que habían abandonado el recto camino de la intransigencia religiosa, que eran casi todos. Bebían vino, leían poesía y preferían buscar aquí el paraíso, por si no había otro tras la muerte.

Los cristianos también tuvieron la misión de “limpiar” todo lo que no fuese cristiano. Judíos y moros sobraban. Años más tarde, vencidos por Castilla y Aragón, abandonados por sus primos del norte de África y traicionados por sus católicas majestades, miles de libros ardían en plaza Bib-Rambla. Menudo triunfo, pensaba Cisneros, tras cerrar la universidad de Granada, fundada por Yusuf I. Menudo éxito después de clausurar el Maristán, el primer hospital de Europa. El primer arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, un hombre cuerdo y conciliador, no tuvo opciones ante Cisneros. La barbarie había triunfado, tanto en el cristianismo como en el islam.

Hoy día, la intolerancia se abre paso sin blandir la espada. La mentira galopa por todo el mundo, saltando de móvil en móvil. No hay civilización que no pueda ser demolida hasta los cimientos cuando desaparece la razón. Los ultramontanos imperiales acabarán con los logros tan duramente peleados a golpe de tambor, enarbolando ridículas banderas. Una derecha cada vez menos razonable está dispuesta a vender sus principios por sillones, con la absurda idea de que ya los pararán. Justifican, blanquean y normalizan el racismo, el machismo asesino, la homofobia, el negacionismo climático y hasta los virus.

Esperan que la carcoma ultra les apoye por amor al odio sin recibir nada a cambio. Igual no saben que tener la mentalidad de un atapuerco, no los convierte en gilipollas. Por supuesto, los fachas quieren mandar, es lógico, quieren su parte del pastel. Suben los peldaños aupados por mentiras escandalosas, que distribuye sin complejos una prensa amaestrada, que ha olvidado que la obligación de contar la verdad va mucho más allá de su devoción ideológica. Mientras, los políticos y los simpatizantes de izquierdas siguen en la inopia. Muchos piensan en no votar, qué bien, así aprenderán la lección la ultraderecha y sus socios conservadores.

Caminamos hacia atrás, hacia una “Ciber-Edad Media”. Está a la vuelta de la esquina.