"Cuando me fui a la mili en 1953, una peoná de sol a sol, con una hora para almorzar en el mismo tajo, estaba pagada con 20 pesetas (12 céntimos de euro). Diez años más tarde, en 1963 cuando emigré, la peoná se pagaba a 40 pesetas (24 céntimos). Con aquel dinero, que además sólo cobrabas los días que había trabajo, era imposible mantener una casa, pero era lo que había en Fuentes. Los hombres iban por la noche a la plaza de abastos a esperar que algún manijero lo contratara para el día siguiente. Pero como las tierras y los cortijos de los alrededores de Fuentes no daban trabajo para todos los fontaniegos, allá iban las cuadrillas buscando tajo a los algodonales de regadío de Lora y de toda la vega del Guadalquivir, los segadores a los trigales de Segovia o Ávila o a los arrozales en la Isla o a los olivares de Jaén. Familias enteras cargando una recua de hijos analfabetos".

En esta segunda entrega de sus memorias, Paco Bejarano recuerda las condiciones de vida del campo cuando él era joven. Ahora tiene 88 años, por lo que ha vivido mucho para poder contarlo y que no caigan en el olvido muchas experiencias irrepetibles. Como cuenta a continuación, antes de emigrar a Alemania tuvo que soportar condiciones de vida muy duras.

"En los cortijos nos levantábamos con el sol, manoteábamos en un pilón para lavarnos la cara y encendíamos una candela para tostar pan y echarle un poco de aceite. Ni leche ni café había entonces para el desayuno. Agua de la cantarera y camino del tajo. Los mejor situados podían tener un cacho de queso o una sardina arenque. Alguno, muy raramente, echaba mano de una jícara de chocolate. Habíamos pasado la noche en algún cocherón o alguna cuadra, tirados sobre un saco de paja. En invierno nos tapábamos con un cobertor traído de Fuentes y dormíamos vestidos con la misma ropa de toda la semana. El jabón lo usábamos cuando veníamos a Fuentes los fines de semana, algunos cada quince días. Tratábamos de quitarnos el frío de los pies poniéndonos todos los pares de calcetines que teníamos, que la verdad no eran muchos. En verano teníamos la suerte de dormir en camiseta mientras la única camisa que usábamos, enjuagada para quitarle el olor de todo el día sudando, se secaba durante la noche.

De mediados de septiembre en adelante cogíamos algodón por todos los alrededores de Fuentes. Al ser de secano, aquí la flor abría antes que el de regadío, así que daba tiempo a irse después a Lora del Río y seguir la vega del Guadalquivir arriba o abajo, de pueblo en pueblo, de tajo en tajo hasta que se acababa la campaña. Después venía la aceituna con la llegada del invierno. Casi todo el término estaba de olivos. De Fuentes a La Campana no había más que olivares. Pero tampoco daban suficientes peonás y eso obligaba a muchas familias a irse a Córdoba o Jaén en busca de trabajo. El frío en la punta de los dedos de muchas mañanas cogiendo aceituna era mortal. En el algodón y la aceituna se trabajaba a destajo, a tanto por kilo cogido, así que arrimaba el hombro toda la familia. Los niños a partir de diez u once años eran ya una fuerza de trabajo notable.

Después de la aceituna venían la siembra, el entresacado, más tarde la siega y por último la era, con el trillado y el aventado. Durante esos meses de trabajo en Fuentes, algunas familias apuntaban por dos reales a sus hijos a escuelas nocturnas por ver si recuperaban el tiempo de estudios perdido. Las escuelas nocturnas proliferaron como setas, pero con pocos resultados. Algunas cuadrillas de segadores se iban a los arrozales del Guadalquivir. La siembra la hacían los vecinos de los pueblos cercanos, como Lebrija, pero para la siega tenían que recurrir a gente venida desde más lejos. Hasta de Portugal iban segadores a las marismas del Guadalquivir en aquellos años.

La peoná duraba desde que salía el sol hasta que se ponía. No había relojes. El sol era el único regidor del día a día. El almuerzo se hacía en el mismo tajo, al que traían en el serón de un borrico la olla de garbanzos preparada por la casera. En el campo se invertía el hábito alimenticio del pueblo. Para almorzar en los alrededores del pueblo se echaba una talega con una tortilla, queso o algún embutido. La comida fuerte se dejaba para la noche, todos los días olla. En los cortijos se dejaba la comida ligera para la noche, aunque a veces la casera preparaba algún guiso de papas o de arroz con conejo cazado en la misma finca.

Con la puesta del sol había que volver al cortijo porque quedaba apenas el tiempo justo de luz para preparar las bestias para pasar la noche. No había más luces artificiales que las candelas y los candiles de torcía y petróleo. Una vez recogidas y abrevabas las bestias, se cenaba lo que cada uno tuviera, un cacho de salchicón, queso o una tortilla traída del fin de semana en Fuentes. Cada uno guardaba su cuchara y su navaja, sacaba su cacho de pan y, a la luz del candil, se cenaba cucharada y paso atrás. Entonces llegaba el mejor momento del día, la tertulia que abría el paso al sueño y servía para repasar los acontecimientos del día y contar historias, la de cada uno siempre según su humor habitual. Luego, el cansancio y el sueño iban empujando a cada uno hacia el saco de paja de cada noche.

Aunque el salario se establecía por jornal echado, en los cortijos de Fuentes se pagaba por semana y, en algunos, por meses. El jornalero le iba pidiendo al encargado adelantos para ir tirando durante la semana y cuando llegaba el día de pago se ajustaban cuentas. En los cortijos alejados, como la Platosa, que está a diez kilómetros, la casera hacía de comer para los trabajadores y les apuntaban el número de almuerzos hechos. De beber, agua del cántaro. El pan se cobraba aparte. El panadero venía con un carro repartiendo el pan por los cortijos de los alrededores. Los que estaban en el molino El Pollo, por ejemplo, iban todos los días a sus casas a dormir.

Paco Bejarano

Los salarios variaban poco de un año para otro. Los fijaba el gobierno y no había lugar a discusión posible. Cuando me fui a la mili, en 1953, cobraba 20 pesetas por la peoná. Mi último jornal antes de irme a Alemania fue de 40 pesetas. Los ricos propietarios de tierras pagaban las peonás según la tarifa vigente. A cambio, aseguraba más días de trabajo a sus empleados. Por el contrario, los mayetes pequeños a veces se veían obligados a pagar tres o cuatro pesetas más que cualquiera de los terratenientes de Fuentes. El que contrataba por días pagaba 24 pesetas la peoná, dinero que se cobraba cada noche en la plaza de abastos, y el que contrataba por meses o para todo el año, como era el caso de los muleros fijos de muchos ricos o mayetes importantes, pagaba 20 pesetas. Así, los más ricos se hacían cada vez más ricos. La gente prefería salir a otros pueblos porque en Fuentes siempre se cobraban las peonás más bajas.

En esas estábamos cuando las democracias de Europa levantaron el veto al régimen de Franco permitiendo la llegada de trabajadores españoles. Eso ocurrió a principios de los años sesenta y fue como si se hubiera dado el disparo de salida de una inmensa maratón. En los tajos, en las tabernas y en sobremesas de las casas no se hablaba de otra cosa que de emigrar. El malestar acumulado y las expectativas de cobrar buenos salarios y vivir en mejores condiciones nos llevaron a cientos de fontaniegos a emigrar. Yo estuve en Alemania y en Francia, pero esa es otra historia que contaremos otro día, lo mismo que la semana pasada contamos "Yo he visto morir de hambre en Fuentes".

(La fotografía que abre este artículo es de fontaniegos en los arrozales de la marisma del Guadalquivir)