En algún cajón de la emigración quedó olvidada la llave de la casa, la cerradura enmohecida, la fotografía color sepia. El pasado tiene el color hollín de las viejas cerraduras, aunque algunos sabemos que detrás de las puertas de madera cuarteada y cubierta de polvo habitan un sinfín de recuerdos. Las casas viejas de Fuentes, dejadas al olvido, no están habitadas por fantasmas del siglo XX, sino por galerías de recuerdos que invitan a la evocación melancólica, a la triste y a la vez alegre nostalgia. Triste porque trae imágenes de un tiempo que no volverá y, a la vez, alegres porque un día dieron vida a unas personas que siguen en la memoria de quienes recorremos las calles de Fuentes igual que espectadores de una mítica película en blanco y negro de los años sesenta.
La nostalgia, prima pobre de la historia, cumple una función social: nos sirve para reconciliarnos con nosotros mismos y con nuestros vecinos de la infancia. Cumple el deber de un reconocimiento -homenaje- que en el pasado no estábamos capacitados para hacerles. Por eso, en cada esquina, en cada fachada cerrada, late un trozo de la memoria colectiva de nuestro pueblo. La nostalgia no es solo un sentimiento: es un vínculo social que se activa en cualquier reunión, ya sea en cualquier bar o en una caseta durante la Feria, cuando los vecinos evocan las historias de casas, familias y fiestas que marcaron sus vidas, gentes que se fueron dejando huellas imborrables.
El eco de los recuerdos corretea con los trancos alegres de la infancia detrás de las ventanas desvencijadas de los soberaos solitarios y en los patios donde las macetas de geranios han sido sustituidas por jaramagos y malvas salvajes. No hay en Fuentes calle del centro que se libre del asalto de la nostalgia. El centro es una sucesión de casas en abandono. Uno de esos lugares cargados de recuerdos es la casa de don Juan Alejandre, el médico que atendió durante décadas a generaciones enteras de fontaniegos. El edificio, cerrado desde que la familia se marchó a Sevilla, sigue impresionando con su fachada señorial calle abajo de la actual Plaza de Andalucía, emparedada entre la casa de Paco España y el jugado de paz.
Entre las paredes de esta casa trabajaba Pepa la Condita como limpiadora. Parece increíble que detrás de estas ventanas polvorientas haya habido tantas celebraciones de navidades y carnavales, tantas reuniones familiares y tantas visitas de amigos. Las murgas, las procesiones de Semana Santa, la Romería o la Feria adquieren todavía un eco especial dentro de sus muros. Hasta el tractorista que llegaba del cortijo Los Álamos parece seguir encontrando en esta casa un espacio para contar viejas historias del campo. Dicen las trazas de la fachada que aquí no vive nadie, aunque los vecinos que pasan frente a ella pueden escuchar las voces del pasado y preguntarse quién habitará sus estancias algún día.
Un lejano día llegó a Fuentes un viento que puso patas arriba los enseres familiares para acarrearlos a ciudades lejanas del norte dejando atrás los sudores mal pagados, la obediencia sin rechistar al cacique y las alacenas vacías, aunque también los juegos, los jueves larderos, las ferias, las máscaras y las murgas. A cambio nos dio la nostalgia de recorrer las calles de Fuentes de la mano de un sonido que llega de la lejana memoria de aquel niño que juegaba a las cuatro esquinas. Del niño que bajaba por la calle Mayor mirando la casa de Puri Moreno, un punto de encuentro para generaciones que acudían a comprar la leche. Allí vivía con su marido Emilio, dedicado a las vacas, y con sus hijos Inmaculada, Francisco Javier y Puri. La tradición carnicera impregnaba la vivienda: su padre, sus hermanos y hasta su cuñado compartían el mismo oficio.
Siguiendo por la misma calle, otro inmueble despierta la nostalgia colectiva: El Patio, un local que fue bar, discoteca y cafetería que en los años 80 se convirtió en emblema de modernidad en Fuentes. Por sus mesas pasaron camareros inolvidables como Pepe el Venezolano, Rafael Paneto o Santi el enterrador. Desde su patio se divisaba la torre de la iglesia, mientras la juventud vivía allí noches de música y encuentros. Antes había sido la tienda de Jerónimo, después la de la Matildita y más tarde El Patio. Hoy, cerrado, se ha convertido en una pregunta latente: ¿qué será del futuro de este caserón que tanta vida dio al pueblo?
Las casas de Fuentes no están hechas de ladrillos, como la gente cree, sino de anaqueles emocionales, de rincones donde se remansa la memoria compartida que sigue viva en conversaciones y reencuentros. Como dicen algunos vecinos: “la vida son recuerdos, y nuestras casas son los cofres donde se guardan”. Las fachadas desconchadas son el telón sobre el que se proyecta la película de nuestras propias vidas, unas veces en tono de comedia, otras de tragedia, siempre basada en hechos reales. Tal vez algún día alguien sea capaz de realizar el mapa emocional de las casas cerradas de Fuentes.