Estos días cálidos, con frecuencia tórridos, estos días de luminosa efervescencia, de cambio de hábitos cotidianos. Estas horas han llegado para esforzados y laboriosos, asalariados y autónomos; que también son trabajadores, aunque muchos de ellos se empeñen en no saberlo. El premio ha llegado, respaldado o no por una nómina, por ingresos cuidadosamente apilados durante todo el año mientras crecían los sueños. Cual hormigas programadas, madrugan, producen y se desgastan. Cuentan los minutos que faltan para que suene el silbato, las horas que faltan para el viernes, las semanas que los separan de las vacaciones. La espumosa cerveza aguarda fresquita en el chiringuito de la memoria del año pasado, o quizá de hace tres veranos.

La excepción llega a la vida de muchos y con ella, el secreto deseo de sentir el viento en la cara, el gusto por la intrascendencia de las cosas pequeñas, las ganas de no hacer nada que luzca, nada que tenga repercusiones. El olor a blanca sal marina y humedad azul dilata los pulmones, prestos a llenarse de vida irrelevante. El verano, asimétrico por ir a distintas velocidades ha llegado al hombre medio, también a la mujer, pero menos. Unos pocos se reunirán en resorts exclusivos, templos del pijerío donde pueden ejercer de gilipollas y hacer el hortera de playa, eso sí, con moderación. Para otros, el estío, “la hora del recreo”, es un reseteo, una puesta a punto que permite aguantar el tedio laboral durante un año más. “Es una lata el tener que trabajar”, cantaba en los setenta Luis Aguilé, adosado a la tele en blanco y negro por una corbata de colorines. Tenía razón, lo es. De hecho sólo hay una maldición peor aún: no tener trabajo, ser un tanto por ciento minúsculo en la encuesta de población activa, no imaginarse ninguna cerveza esperando en ningún chiringuito, no sentir la arena bajo los pies.

El ciudadano medio, mitad humano, mitad hormiga, tiene pues que sentirse afortunado, auto consolarse con mejores tiempos. Esos tiempos que no se reconocen cuando se disfrutan y se añoran tanto y exageran cuando ya no existen. Le cuesta llegar a fin de mes, pero hay otros muchos que ni siquiera pueden empezarlo. Hace años fue condenado a la cadena perpetua hipotecaria y nunca llega el indulto. Aunque al menos no vive bajo un puente, así que contento después de todo. En su vida se suceden los días llenos de nada, pero al menos no le llueven bombas ni lo persigue ninguna mafia; bancos, compañías energéticas y tele operadores de telefonía, aparte. Es una felicidad moderadamente asequible, pero felicidad al fin. Tanta, que es la envidia de muchos.

Así que, amiga o amigo veraneante, disfrute por usted y por muchos otros de mojarse los pies en la orilla. Quéjese de lo fría que está el agua, de lo caro que se ha puesto el plato combinado. De cómo ha mermado el tamaño del helado extra grande esta temporada. De lo pringoso que es el protector solar y de lo mal que juega la gente a la brisca. Hágalo, tiene todo el derecho del mundo. Otros muchos en su lugar lo harían. Hunda sus pies cansados en la fina arena de la playa de Punta Umbría, de la Caleta, de los Lances. Disfrute del aroma a sardina en la Malagueta, en Velilla o en el Zapillo.

Viva sin complejos por usted mismo y por los que se quedan en casa sudando, deseando que este no sea un largo y cálido verano, sino que se acabe pronto. Beba, coma, pasee, lea, ría, nade, juegue, haga el amor, ejerza el cariño o ambas cosas. Disfrute de su radiante isla de placer efímero, seguro que se lo merece tanto como los que no se lo pueden permitir.

Cuando mire la línea recta del horizonte marino sienta que ese momento pequeñito es irrepetible, que solo le pertenece a usted, que nunca volverá a ser tan joven, tan despreocupado. Inúndese las arterias de alegría por si luego le falta, por si la ansiedad toma el control, por si el pánico existencial aparece por cualquier motivo. Y si la pena no le deja respirar, piense que sus lágrimas son muy pequeñas comparadas con la mar y más dulces.

La vida es corta, frágil y las más de las veces, estúpida. Por eso hay que comerse hasta el último chipirón, beberse hasta el último trago de vino blanco fresquito antes de que se caliente. Recuerde que nada es eterno y que las huellas que deje en la arena pronto serán borradas por la siguiente ola. La espuma del tiempo hará que se desvanezca su paso por este mundo, pero los pequeños momentos de placer sencillo no se los quitará nadie.
¡Carpe diem!