Sometidos vivieron nuestros ancestros, sometidos por la inclemente temperie, esa que nos recuerda que sólo estamos de paso. Vivimos lo suficiente para dar una vuelta, echar un vistazo e irnos de este mundo, todo es un instante, un suspiro. Ya se fue, parecía que nunca lo haría, el largo y calidísimo verano, con sus noches interminables en las que sudaban, febriles, los fantasmas nocturnos. Llegó una versión seca y calurosa del otoño, que algunos en su afán de etiquetarlo todo y hacer el hortera, llamaron “veroño”. Este “palabro”, además de sonar mal, hace que esta “no estación” parezca un síndrome, una patología. Sometidos seguimos nosotros también a la madre, a veces madrastra, naturaleza. Siempre lo hemos estado, pero lo olvidamos en nuestra prepotencia, acostumbrados a modelar el mundo a nuestro antojo.

¡Someter o ser sometidos, esa es la cuestión!

Este debería ser el lema del ser humano, pues no hemos hecho otra cosa desde que aprendimos a afilar piedras. A lo largo de los siglos no hemos hecho sino autoafirmarnos para luego destruirnos unos a otros. Nosotros somos nosotros y ellos son ellos y para conseguirlo escudriñamos a conciencia cualquier particularidad ajena para convertirla en un defecto.

A la naturaleza todo esto le da igual y le trae sin cuidado si nos gusta o no su carácter. Vivimos sobre su piel, somos sus huéspedes y, sin embargo, nos empeñados en destrozarla, orgullosamente desagradecidos. Nuestra barca viaja a la deriva por la laguna estigia medio hundida por la cantidad de vías de agua que, lejos de reparar, ensanchamos como si pudiésemos cambiar de barca, como si la vida se acabase tras nuestra muerte, como si no hubiese un largo trecho hasta la orilla.

Ahora ha llovido a cántaros. Cuando llueve que chorrea y no se puede salir a la calle porque el tiempo no tolera los paraguas, ni las prisas, ni el vermú en la terraza, ni la charla animada, nos sentimos traicionados. Sopla Eolo a placer y destroza lo que toca, recordándonos que polvo somos, prestos a convertirnos en duna, que puede arrasarlo con desearlo, que nada podemos contra él.

Curiosa es la palabra naturaleza. La usamos para definir lo saludable, lo noble que hay en todo, pero la cicuta es natural, como lo es la maldad del ser humano. Es natural que haya terremotos, inundaciones, enfermedades y, al parecer, también es natural que haya guerras. Las provocan, amparan y financian hombres, hijos a los que la naturaleza les permite respirar. Odiar es tan natural como amar, atiborrarse como pasar hambre, reír como llorar, vivir como morir.

Podríamos pensar que toda acción humana es fruto de la naturaleza y así descargar a la humanidad de toda responsabilidad, pero no es así, porque somos responsables en mayor o menor medida de todo lo que ocurre. De lo noble y lo innoble que hay en este mundo.

¿O no? Quizá unos más que otros.

Tenemos libertad para domesticar los ríos y hacer embalses para disponer de agua cuando queramos. Enfriar el aire para no pasar calor y calentarlo para no pasar frío. Deslomar montañas para arrancarles metales, destrozar bucólicos pueblecitos para hacer apartamentos en primera línea de playa. También para matarnos los unos a los otros sin que haya consecuencias, basta con el relato, con contarlo bien a las generaciones venideras. Así, todas nuestras acciones parecen una consecuencia del medio ambiente en el que vivimos, de las circunstancias históricas que nos ha tocado vivir.

El relato nos cuenta que los vencedores siempre lo hacen bien, ya sea matando con bombas atómicas a cientos de miles de inocentes en Japón, expulsando a judíos y moros al final de la edad media, en aquel embrión de España, o robándoles la tierra a los palestinos y encerrándolos en guetos amurallados. Las excusas son las mismas siempre. “No quedó más remedio”, “se han salvado muchas vidas”, “eran otros tiempos…"

Nosotros, pequeñitos e indefensos, no decidimos nada y, cuando lo hacemos, tampoco importa lo que decidamos. Sólo somos espectadores de las decisiones que toman otros. Los más afortunados, una pequeña minoría, votamos cada cuatro años, pero luego el dinero y el poder deciden sobre los que no pueden votar y sobre los que sí.

Pobre pequeñito hombre, efímero insecto que en su ignorancia cree controlarlo todo sin aprender que estamos aquí de prestado. Sólo somos supervivientes de la naturaleza, que a veces se rebela contra la plaga humana. Somos enanos con pies de tierra, que a nada que llueva se convierten en barro. Aun así, la naturaleza que a mí me da más miedo es la naturaleza humana, estúpida, egocéntrica y autodestructiva.

Espero que esta noche vuelva a llover de una forma apacible y que la música sinfónica de las gotas golpeando sobre los tejados vele mis sueños para que en ellos sólo aparezca lo mejor de la naturaleza humana. ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva!