Al final de la Alameda, siguiendo unos metros la Reonda, a la izquierda y junto al Matadero, había una casa frente a la que salía un caminillo estrecho que iba a parar a lo que unos conocían como el Solar y otros como el Barrero, aunque esta segunda denominación era inexacta ya que el Barrero era la cantera arcillosa donde iban a buscar el barro en terrones y estaba situada en el camino de Marchena cerca del que llamaban el pozo Verdugo. Bajando por este caminillo, a la derecha, había un horno de cocer ladrillos y otros utensilios de barro. A la izquierda había una explanada con varias albercas no muy grandes y de poca profundidad. Al fondo había una casilla de paredes de ladrillo sin enlucir y suelo terrizo.

De las paredes de aquella casilla colgaban moldes de madera para hacer ladrillos y en un foso excavado en el suelo encajado el torno o la rueda del alfarero. Con los extremos apoyados en dos entalladuras del terreno, a la altura adecuada para que pudiera hacer girar con el pie la rueda grande del torno, una tabla le servía al artesano de asiento al artesano. Lo bastante cerca para poder alcanzarlo sin interrumpir el trabajo había un cuenco de barro cocido que contenía agua, otro cuenco que contenía cenizas de anteriores hornadas, varios trozos de caña de algo más de una cuarta cortados en bisel, un cacho de guita y una lata con sebo para engrasar el primitivo rodamiento del torno. En un extremo del solar había un pozo poco profundo y casi siempre seco. Delimitaba aquel espacio rectangular una línea de chumberas que crecían a lo largo del arroyo formado por el agua que rebosaba del pilarillo del matadero.

El invierno no era una época apropiada para trabajar el barro y la casilla permanecía cerrada, pero cuando llegaba la primavera, en el solar empezaba a notarse movimiento. El alfarero se llamaba Juan Fernández Vázquez, era el único que sabía hacer en el torno toda clase de cacharros, perrengues, botijas, macetas para las flores de muchos tipos y tamaños, cántaros, jarras, tallas que eran unas jarras muy altas, platos barreños de varias medidas, alcancías, bebederos para las gallinas, tinajillas y otras cosas. Cuando yo tenía unos seis años Juan ya tenía cumplidos los sesenta, mostraba pelo blanco y barba blanca, arrugas profundas y un andar encorvado.

De chaval vivió arrimado al convento donde aprendió solfeo y a tocar el clarinete. Como clarinetista, tocó en ferias, procesiones y alguna que otra banda de Fuentes. En cuanto al oficio de alfarero, creo que tenía algún vínculo con la Barrosa y debió de ser allí donde aprendió alfarería. También me consta que trabajó en el campo y que pasó temporadas en cortijos, ya que de vez en cuando contaba cosas de la gañanía que nos hacían reír mucho. Tenía dos hermanos que ocasionalmente también tocaban el barro, pero solo sabían hacer ladrillos. El pedido de más envergadura que solían hacerle era de un millar de ladrillos.

Con carro y mulo prestados, Juan salía al amanecer camino del Barrero. Allí cargaba el carro de terrones arcillosos, volvía al solar y echaba los terrones en las pequeñas albercas. Al día siguiente iba a buscar la arena a la zona de los pinos. Luego, cubo a cubo, llenaban de agua las albercas donde estaban los terrones arcillosos y los dejaba en remojo hasta que se reblandecían, cosa que a veces costaba más de veinte días. Después se metían en las albercas, descalzo y con los pantalones remangados por encima de la rodilla pisaba el barro, al que añadía una determinada proporción de arena hasta dejarlo convertido en la pasta idónea para fabricar los ladrillos y demás utensilios.

La fabricación de los ladrillos no era un proceso muy complicado. Cogía de una de las albercas una cierta cantidad de barro, que ponía sobre una estera de pleita redonda con dos asas al objeto de poder trasladar el pelote de barro al lugar de la explanada donde quedarían secándose los ladrillos hechos. El molde para ladrillos era como una caja de bordes muy bajos, de la altura del ladrillo y sin fondo, dividida en dos compartimentos iguales separados por un listón y con un mango. Limpiaba el suelo, ponía el molde, tiraba un poco de ceniza, ponía un pegote de barro en cada uno de los huecos del molde, rociaba con algo de agua y repartía el barro de manera uniforme. Después, enrasaba con una tablilla y, por último, con un hábil movimiento fruto de años de práctica, levantaba el molde sin producir deformaciones en el barro fresco.

Empezaba el trabajo en el extremo superior del solar e iba retrocediendo poniendo el molde cada vez unos centímetros más atrás y, al acabar la jornada, el suelo estaba lleno de ladrillos secándose. Para hacer el millar de ladrillos había que ir un montón de veces hasta las albercas, llenar el capacho de barro y trasladarlo hasta la zona donde se estaban haciendo los ladrillos en aquel momento.

El paso siguiente era cocer los ladrillos en el horno. El combustible empleado, al que llamaban la quema, era paja. Mientras duraba la cocción, el horno permanecía sellado con barro. Acabado el proceso, cuando el horno ya estaba frío, abría y comprobaba el estado del producto. Siempre hacía algunas unidades de más por los que salían quemados o deformados. Después, avisaba al cliente, que solía venir con un carro y cargaba a pie de horno. Entregados los ladrillos Juan dedicaba su tiempo a fabricar en el torno toda suerte de cacharros.

Formaba bloques de barro de forma parecida a una gran bala de cañón y, poniéndolos sobre la rueda con un golpe seco, se mojaba las manos en el cuenco del agua, empezaba a hacer girar la rueda grande con el pie, zas, zas, zas, mientras con el hábil movimiento de las manos hacía salir de aquellos pegotes de barro toda una gama de objetos, que si bien eran parecidos, tenían el carácter de únicos e irrepetibles. Cuando Juan consideraba que tenía la producción necesaria para hacer una hornada, volvía a tomar prestados carro y mulo y se iba a buscar la quema, un carro de paja. Igual que con los ladrillos, durante la cocción el horno tenía que estar sellado, ya que en el caso de haber corrientes de aire en el interior el material se rajaba. Acabada la cocción y con el horno ya frío se sacaban los cacharros y se exponían en la explanada. La venta se efectuada allí mismo y venía mucha gente a comprar, sobre todo mujeres a por macetas.