Asistimos en este momento a un enfrentamiento entre el Gobierno y el principal partido de la oposición con motivo de la renovación de los miembros del Consejo del Poder Judicial, algunos de cuyos miembros llevan ya caducado su mandato más de cuatro años y siguen desempeñando su puesto orgánico sin que nadie los pueda echar de su poltrona. Mal ejemplo para los ciudadanos de a pie, a los que se nos obliga a cumplir a rajatabla cualquier mínima norma jurídica, por simple que sea. ¿No sería más digno para ellos y un ejemplo para nosotros que, llegado el caso de haber cumplido con su mandato, si los miembros del Congreso o del Senado no se ponen de acuerdo en su nombramiento, pidiesen su baja en el mismo instante y se fuesen a ocupar el puesto que por ley les corresponda?.

Otro tanto ha ocurrido en estos días con los miembros del Tribunal Constitucional (TC), en el que cuatro miembros han cumplido hace meses con su mandato, precisamente los que corresponde nombrar al Gobierno, que ya los ha nombrado. Dos miembros del TC corresponden al Consejo del Poder Judicial y tampoco se ponen de acuerdo para el nombramiento. En su seno hay una lucha entre los que se llaman conservadores y los que se autodenominan progresistas.

¿No se les pide a los jueces que sean imparciales en sus decisiones? ¿No pueden sustraerse de sus ideologías, que las tienen y deben tenerlas, ante la tesitura de nombrar a un jurista no pensando en su buen quehacer y en sus cualidades intelectuales y profesionales?. Y para rizar el rizo, en un intento del gobierno, que no ha estado muy acertado en ello, de querer modificar unos aspectos de la ley orgánica sobre el Tribunal, para desbloquear el nombramiento de los dos miembros del Poder Judicial, el Tribunal ha intervenido impidiendo que el Senado pueda discutir y votar sobre esa modificación.

Según la opinión de muchos juristas, que saben más que los ciudadanos de a pie, el Tribunal ha traspasado una línea roja importante, pues ha sustraído la voluntad y la soberanía popular que reside en el pueblo y por ende en el poder legislativo, único poder que ha recibido el mandato del pueblo a través de las urnas. Esperemos y deseamos que nuestros políticos estén a la altura y den ejemplos de ciudadanía y respeto a las instituciones, de las que forman parte y a las que se deben. Conviene aquí hacer algo de pedagogía histórica para, en el fragor de la batalla, no peder de vista de dónde venimos.

El proceso revolucionario que se inició en Francia en 1789 constituyó un acontecimiento capital para el mundo moderno. Traspasó las fronteras y abrió la puerta a la historia contemporánea, que fundamentó una nueva concepción de la sociedad, en sus aspectos políticos y económicos. Esos movimientos revolucionarios estuvieron fundamentados en las ideas que los filósofos ilustrados habían concebido. De los ideólogos políticos sobresalieron Locke y Montesquieu, que en sus ideas preconizaban la división de poderes, estableciendo tres: legislativo, ejecutivo y judicial. De los ideólogos sociales sobresalieron Condorcet enunciando los derechos del hombre, Rosseau proponiendo el principio soberanía nacional, es decir, que el poder reside en el pueblo, Mably teorizando sobre la Constitución como ley suprema del estado y Sieyès que postulaba sobre la desaparición de los estamentos y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Mientras que en el campo económico Quesnay y Adam Smith pidieron una economía libre y abierta, sin monopolios ni intervencionismos.

A partir de estos pensamientos y de la Revolución Francesa se fue extendiendo por Europa, principalmente y por otros continentes más tarde, la idea de transformar las instituciones políticas, acabando con las monarquías absolutas y dando principio a nuevas formas de organización de los estados. En España comenzó este proceso con la proclamación de la Constitución de 1812, promulgadas por las Cortes de Cádiz, aprovechando el momento en que los monarcas españoles estaban secuestrados por Napoleón en Francia. En ella estaba recogida una declaración de derechos del ciudadano; se establecía la división de poderes, el legislativo residía en las Cortes unicamerales, el ejecutivo cuya cabeza era el rey que poseía la dirección del gobierno  y el judicial que radicaba en los tribunales de justicia. Asimismo esta Constitución reconocía el sufragio universal masculino y establecía una amplia gama de derechos del ciudadano.

Tras varias constituciones, unas progresistas y otras moderadas, Estatuto real de 1834, Constituciones de 1837, 1845, 1869, 1876, que nos dan a entender los vaivenes de la política española en el siglo XIX, se llega al establecimiento de la II República con la proclamación  de una nueva Constitución la del 1931, que tuvo un marcado carácter democrático y progresista y definió al Estado español como una república de trabajadores de todas clases y establecía como principios que el estado se configuraba de forma integral pero aceptando la posibilidad de establecer autonomías en las regiones; que se establecía la separación de poderes: el legislativo que residía en las Cortes, con una sola cámara y cuyas atribuciones estaban por encima de las demás instituciones, el ejecutivo que recaía en el Consejo de Ministros y el Presidente de la República, pero controlados por el legislativo y el judicial que se confiaba a unos jueces independientes pero también bajo el control del legislativo, en quien residía la soberanía popular ya que era elegido por sufragio universal pleno, al ser reconocido el voto femenino por vez primera. Además reconocía una amplia declaración de derechos y libertades.

Tras el largo paréntesis de la dictadura de Franco se volvió a establecer un sistema democrático en España, en un movimiento de transformaciones políticas, sociales y económicas conocido como transición española. Tras la aprobación de la Ley de la Reforma Política se procedió a proclamar el estado democrático  y la soberanía popular, transformando las Cortes existentes en el Congreso de los Diputados y en el Senado, elegidos por sufragio universal. Después de unas elecciones constituyentes libres se elaboró una constitución cuyo resultado fue un texto que declaraba a España como un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, donde la soberanía nacional reside en el pueblo español, de que emanan los poderes del Estado, organizado en una monarquía parlamentaria, en la que el rey tiene básicamente funciones representativas. En ella se establece que todos los ciudadanos y poderes públicos están sometidos a la Constitución y al ordenamiento jurídico.

Legislativo, ejecutivo y judicial

El poder legislativo se establece en las Cortes Generales, Congreso de los Diputados y Senado, que ejercen la potestad legislativa, aprueban los presupuestos, controlan la acción del gobierno y son inviolables y los diputados y senadores son elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto. El poder ejecutivo lo ejerce el Gobierno, cuyo presidente, propuesto como candidato por el rey, tras exponer su programa ante el Congreso de los Diputados, recibirá la confianza de la cámara por mayoría absoluta en primera ronda y por mayoría simple en segunda. El Gobierno responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados y ambas cámaras podrán reclamar la presencia de los miembros del Gobierno, para ser sometidos a las interpelaciones y preguntas que los Diputados y Senadores crean oportunas. Además el Congreso puede exigir la responsabilidad política del Gobierno mediante la adopción por mayoría absoluta de la moción de censura.

El presidente del Gobierno, previa deliberación del consejo de ministros, y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales, que será decretada por el rey. El decreto de disolución fijará la fecha de las elecciones. El poder judicial según nuestra actual Constitución emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley.

Los jueces y magistrados de carrera forman un cuerpo único y su órgano de gobierno es el Consejo del Poder Judicial que está formado por el Presidente del Tribunal Supremo que lo preside y por veinte miembros nombrados por el rey por un periodo de cinco años. Doce de ellos elegidos entre todos los jueces y magistrados de todas las categorías judiciales, cuatro elegidos a propuesta del Congreso de los Diputados y otros cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos.

El Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. Serán designados por un periodo de nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres años. Su presidente será nombrado por el rey entre sus miembros y a propuesta de ellos por un periodo de tres años.

El Tribunal Constitucional es competente para conocer: el recurso de inconstitucionalidad de leyes y disposiciones normativas; del recurso de amparo por la violación de derechos y libertades individuales y/o colectivas; de los conflictos de competencia entre el Estado y las comunidades o de los de éstas entre sí, y de las demás materias que le atribuyan la Constitución o leyes orgánicas.