La Alameda nunca fue realmente una alameda, al menos en el tiempo que guarda la memoria. Nunca tuvo álamos. En los primeros años del siglo XX la Alameda fue un eucaliptal y después un palmeral. Alameda de palmeras, que eran los árboles que predominaban, en convivencia con otras muchas plantas que bebían las aguas de la Aljabara, en aquellos años de las manos de un jardinero llamado Luna, hombre que tenía el don de extraer el arcoíris de las plantas.

En el país de la nostalgia, la Alameda fue el espejo donde se miraba un Fuentes efervescente, colorista y agitado. Pura vida en ebullición. Fuentes de colores intensos por más que la memoria lo pinte en blanco y negro. Varias generaciones de jardineros dibujaron la Alameda a lo largo de todo el siglo pasado. Fueron profesionales escasamente valorados y muy poco apreciados a pesar de haber realizado para nosotros el milagro cotidiano de levantar los escenarios que hicieron brotar los juegos infantiles, fraguar los sueños adolescentes y excitar los deseos mocitos.

Los jardineros de la Alameda cultivaban la madera donde un día no muy lejano los enamorados vendrían a grabar los corazones de su fidelidad. Creaban para los sentidos rosales, dalias, cinias, copetes, crisantemos… Levantaban arriates de romero, arrayán, azucena, aureola, celinda, granadillo y lantana. Sobre ese mar de colores se elevaban las copas verdes de las moreras, las acacias, los paraísos y las palmeras. Al principio solo fueron cinco palmeras, cuyas semillas dieron lugar, pasado el tiempo, a una prole de bamboleantes palmas.

Los domingos por la tarde, cuando lucía el sol, a la Alameda alta se asomaban los carrillos de chucherías de Rosarito, más conocida por todo Fuentes como Cojita, y de Rabanito y su mujer, Juana. Rabanito se llamaba Ramón y vendía por las calles de Fuentes tortas y entornaos, lo mismo que Carmona y Luisa de las Tortas. Cuando le entraban ganas de cagar, Rabanito se metía en los girasoles, los verdes o en los trigos y dejaba el canasto en la carretera cargado de tortas y entornaos, lo que aprovechaban los niños para limpiárselo.

El suelo de la Alameda era de barro y tierra suelta, que cuando llovía se hacía intransitable. El lujo llegó cuando, en los años 70, quedó toda la Alameda cubierta de albero. Urge un homenaje para estos artesanos de la belleza de la Alameda. Es perentorio recordar a Luna, como a su sucesor Fernando Carmona, alfareros que moldeaban vasijas vegetales con los elementos que daban la tierra, el sol, el aire y el agua de la Aljabara. No había entonces en la Alameda ni piscina ni casita de jardinero. Fue con Cristóbal Adame cuando hubo agua de baño y cobijo para los miembros de la familia del jardinero. Todo muy humilde, como de Caperucita Roja o los Siete Enanitos.

Componían la casita, de unos 50 metros cuadrados, una cocina-comedor y dos habitaciones, una a cada lado. Vivían en ella Cristóbal, su mujer y seis hijos nacidos sucesivamente en las calles la Rosa, Zaharilla, el Cerro y junto al arco de las monjas. Una vez instalados en la casita de la Alameda, nacieron los dos hijos más pequeños, Cristóbal y Manuel. En aquellos años se eliminaron los cuatro grifos que abastecían de agua a la Alameda y se abrió una gavia surtida con el agua de un manantial.

La piscina era de unos 6 metros de ancho por 12 de largo, aproximadamente. A ella se entraba por una rampa hasta alcanzar la profundidad de 1,80. Piscina multiusos. Servía para bañarse y para regar el parque. Las aguas sobrantes iban a parar al arroyo del arco de la luz para juntarse después, en las tierras de los Araíllos, con los arroyos del Peñasco en el puente Blanco, de la Fuente la Reina y del Pilarillo que estaba frente al matadero.

La Alameda media lo que mide actualmente, la dimensión era desde el final de la calle Mayor hasta el Matadero. Tuvo columpios en los años 50 y 60. Algo menos conocido es que tuvo patos y palomas, con un cuartito en la parte alta donde guardaban el pienso. Al jardinero le tocaba regar el paseíto de la Arena para que estuviera fresco los domingos para los conciertos de la banda de música. La Alameda era un bullicio de gente que recorría de punta a cabo la calle mayor, paraba a escuchar música en el paseíto la Arena y de ahí, al cine Avenida. El bar de la Alameda alta causó sensación en el verano de 1981.

Como ahora, igual que siempre, había dos Alamedas, la alta y la baja. La alta tuvo como jardinero a Manuel Moreno Ruiz, conocido como “Manuel Casero”, tío carnal de la mujer de Cristóbal Adame. La Alameda baja era cuidada por Cristóbal, que empezó su labor en los años 40. Allí estuvieron el año 1969, fecha en la que tomó el relevo Francisco Caballero, herrador de caballos antes que jardinero. El agua que surtía la Alameda venía de la fábrica de la luz de la calle Mayor, y en ocasiones, del pozo que tenía Manuel Jiménez.

Hombre enérgico y de carácter (en aquellos años se hablaba en términos menos diplomáticos) Francisco Caballero estuvo en la Alameda hasta la década de los 90 y corrió detrás de muchos chavales que le pisaban los jardines en busca de dátiles y moras. Francisco era muy aficionado al fútbol, por lo que las tardes de los domingos la Alameda se llenaban de sonidos del carrusel deportivo. Aún retumban los nombres de Acosta, Aitor Aguirre, Berruezo, del Español de Barcelona, de Borja y Bertomeu, de Felipe, Solsona y José María.

Francisco Caballero fue sustituido por el actual jardinero, Antonio, hijo de Ángel el fontanero. Durante el reinado de la dinastía de jardineros, en Fuentes dicen que gobernaron varios alcaldes. José Moya era alcalde de Fuentes cuando en la Alameda reinaban Fernando Carmona y Cristóbal Adame. El veterinario Herrera Blanco vino luego, más tarde Armías y, con la democracia, Sebastián Catalino, José Martín Ruano, José Medrano Nieto, Miguel Fernández y Francisco Martínez.

La decadencia de la Alameda llegó a principios de los 80. La culpa, según dicen, la tuvo la droga que se instaló a la sombra de las palmeras. Dicen que fue eso, aunque es posible que en realidad la decadencia fuese la consecuencia inevitable de los cambios de las costumbres. Es posible que el esplendor de los rosales, dalias, cinias, copetes, crisantemos y el paseo de las parejitas de novios por los jardines ya no fuesen suficientes alicientes. Los carrillos de pipas de la Cojita, los entornaos y las tortas de Luisa eran ya de otro mundo. Los cambios sociales de los años 80 y 90 requerirían un estudio a fondo. Pero ésa es otra historia.