En Fuentes hasta los once o doce años los chavales pertenecíamos a la pandilla o al clan de tu calle. Eras del clan para jugar a pelota, para jugar al plim, a la cingulera, a pelota chorli, para correr perdigones por los rastrojos, para coger una sarta de cigarrones y llevársela a alguno que tenía pájaros y te daba dos gordas a cambio, para buscar hierros viejos por el Rueo y llevárselos al Bizco la Chatarra pa comprar el tebeo de la semana, para echar una meada colectiva a lo largo de la muralla de la calle Alameda, de lo que hoy llaman el Castillo del Hierro. Eras del clan también para ir a cagar en grupo bajo los olivos de Cascabel, para tocar los timbres y echar a correr, sobre todo en las noches de invierno, que tanto porculo daba salirse de la bayeta y el brasero para ir a abrir… En fin, para lo que fuera, y cómo no, para la guerra a palos y pedradas contra los niños de las otras calles.

Cuando empezaron a oírse críticas contra los europeos por las masacres que hicieron en América, África, Oceanía, etc. con los pueblos autóctonos, la respuesta habitual era que las tribus indígenas estaban en continua guerra entre ellas, pero de tanto en tanto salía alguna voz discordante, que desde los estamentos correspondientes se apresuraban a silenciar, aduciendo que en estas guerras entre tribus había más jaleo que otra cosa. Decían que, por lo general, no producían más allá de tres o cuatro heridos de pronóstico variable y que se intercambiaban más venablos verbales que hierro o plomo. Matanzas como las que hizo Pizarro, por poner un ejemplo, sólo fue posible con la llegada de los europeos con sus caballos, sus armas de fuego y su insaciable sed de oro.

En Fuentes, las guerras entre calles tenían mucho en común con las guerras entre tribus. Había mucho cabrón, me cago en tus muertos, mucho apedreo, pero a prudente distancia. Cierto que de vez en cuando alguno salía algo escalabrao, pero en cuanto se le oía chillar, ay ay momaita que man dao en la cabeza, se corría la voz entre sus partidarios, vámonos que le han pegao al fulanito una pedrá en la cabeza, vamos a decírselo a su pae, y echaban a correr hacia sus dominios. Los del bando contrario echaban a correr hacia las afueras del pueblo y esperaban un tiempo razonable, pues cuando el lesionado llegara a casa se podía liar la guerra entre los progenitores, y entonces recibíamos todos.

Juan Aguilar Barrera, autor de este artículo, en los tiempos de aquellas batallas

Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. Aunque concebida para otra finalidad y otros tiempos, esta estrofa de Cervantes sobre un valentón de la época define de forma bastante aproximada la filosofía de los héroes de aquellas guerras callejeras. Un, dos, tres, aro, los fusiles son de palo y las flechas de cartón. Los fusiles, más que de palo, eran lisa y llanamente un palo.

Los arcos eran de varas de olivo con dos mortajas en las puntas donde se encajaba un jilillo que se tensaba hasta arquearlas ligeramente, no demasiado, porque no se caracterizaban por su excesiva elasticidad. Las flechas se elaboraban con las varillas de algún paraguas viejo, siempre corría alguno por los soberaos, y se les hacía punta de la misma manera que se hacían los pitos con el hueso de un amasco, frotándolas contra un zócalo de chinito. Alguno llevaba una tapaera vieja como escudo y los bolsillos, por supuesto, llenos de chinarros.

Por el lugar donde ocurrieron los hechos la bautizaré como “La batalla del chalé de Camarita”. La cosa empezó una tarde en que un chaval de la calle el Bolo, con una botella vacía en la mano, estaba parao en la acera del Postigo, entre mi casa y la del Rubio el Yeso, con cara bobalicona, papando moscas, vaya una tentación irresistible. Le salimos tres al encuentro, y mientras dos le preguntaban, ande vas por aquí chaval, y el otro respondía voy al puesto de María la Yunquera que ma mandao mi agüela a comprar la mitad del cuarto litro de aceite, el tercero disimuladamente se le colocó atrás en la postura del borriquete.

Los de delante le dimos un empujón y el sujeto, pegando un repullo de cojones, cayó estrepitosamente de espaldas. Al que se lo hayan hecho ya sabe de lo que hablo, dando un cabezazo y un botellazo tremendos en el suelo. Por suerte no se rompió ninguna de las dos cosas, se levantó como un rayo y echó a correr detrás de nosotros blandiendo la botella, pero nosotros ya estábamos en la Puerta el Monte.

A partir de aquel momento ya sabíamos que los de la calle el Bolo vendrían a apedrearnos cualquier noche mientras jugábamos a los arbolitos, a la correílla, al Antón Antón bitunero (versión personalizada del Antón pirulero) a contar historias de carpantas, madres sanlázaro, tripadores o cualquier otra que se nos ocurriera. Las propuestas iban saliendo conforme avanzaba la noche, con la música de fondo del canto de los grillos, sentados en la cruz del Postigo, allí donde la acera se ensanchaba, entre la casa de Manolito el Cabrero y la de Pepe Conde.

Con toa la tranquilidad del mundo, pues, aunque en esta última había un elemento peligroso, el Maito, aunque de noche no lo dejaban salir. Allí sentados, digo, el tiempo perdía todo sentido y sólo cuando las madres, cansadas de roncar en las mecedoras, nunca antes de las dos de la mañana, se desperezaban y empezaban a llamarnos a grito pelao, salíamos de aquel mundo fantástico para volver a la realidad del colchón de folluscas de maíz o de paja garbanzo pa levantarte por la mañana suao y lleno de ronchas.

Los días pasaban y los de calle el Bolo, aunque teníamos sobrados motivos para temer su ataque, no daban señales de vida, así que una tarde me fui a la puerta del cine de verano de la Mosquita, enfrente de la Barrosa, a esperar que saliera el Valentín para echar una parrafada con él. La cosa era seria.

(Mañana, segunda parte de la batalla del chalé de Camarita, la guerra entre pandillas en su apogeo)