El Valentín los tenía bien puestos, sabía apañarse solo, y por eso no se alineaba con ninguna pandilla. Pero a mí me debía un favor: en un cambio de impresiones que tuvo con el Colástico, otro que también imponía respeto, en un estercolero que había abajo de la montaña, donde la Chica la Pericata iba a buscar tierra maceta, yo que casualmente pasaba por allí me puse de su parte y él lo agradeció porque el otro era un hueso duro de roer.

Sobre las cinco de la tarde salía por una cancela que había allí al lao de donde estuvo el cine Moñiga y bajaba por la carretera de la Barrosa por asuntos de su incumbencia, por los que yo nunca le pregunté. Na más verme se vino derecho pa mi y sin más preámbulos me dijo, no os han atacado toavía porque han estao fraguando una alianza con los de la calle Parma. Mañana o pasao irá por el Postigo el Pepe el Negro para quedar en el sitio y el día, pero cuidao con él porque mientras habláis tratará de pegarle un puñetazo o una patá a alguno y echar a correr, pa vengar el cabezazo que se pegó el de la calle el Bolo que es su primo retirao. Sin mediar más palabra ca uno tiró pa su lao.

Al otro día, mientras jugábamos con una pelota hecha de papeles liaos de los que tiraba Cecilio, vimos venir al Negro con un garrote. Nos pusimos en guardia, pero él levantó la mano diciendo que venía a parlamentar, lo dejamos acercarse y dijo os vamos a dar de lo lindo, mañana a la noche si tenéis cojones nos encontramos en la esquina de la calle las Ratas con la calle el Bolo, al lao del chalé de Camarita. Aceptamos el desafío. Después se dio la vuelta haciendo ver que se iba y cuando estaba a tres o cuatro metros se volvió rápidamente y nos revoleó el garrote como hacia Gregorio el de la Muda y echó a correr. El garrote se estrelló contra la pared sin darle a nadie. Lo cogimos para devolvérselo de la misma manera.

A la noche siguiente, pertrechados con el armamento anteriormente descrito, nada letal por suerte para todos, nos situamos en el lugar acordado esperando verlos bajar por la calle el Bolo de un momento a otro. Como tardaban, a uno se le ocurrió una idea para aterrorizar al enemigo, según dijo. Había salido hacía poco una marca de azafrán llamada El Niño que, como gancho para vender, marketing que se llama ahora, metía un cromo de un pelotero en cada carterilla. Si comprabas tres de golpe te daban el álbum y si conseguías completarlo había la promesa de un balón de reglamento.

Como siempre, había un pelotero que no salía nunca, pero en cuanto teníamos tres chicas íbamos a la tienda del Pintao a comprar una carterilla. Una vez sacado el pelotero, no sabíamos qué hacer con el azafrán pues las madres decían que era tan malo que echaba a perder la comía. Así que siempre llevábamos unas cuantas carterillas por los bolsillos. Tocando al chalé de Camarita había un venero, buscamos una lata vieja, siempre había alguna a mano, la llenamos de agua, tiramos dentro unas cuantas carterillas de azafrán El Niño y lo meneamos con un palo.

Se formó un mejunje de color mierda que levantaba el estómago. La táctica para aterrorizar al enemigo consistía en quitarse la camiseta y chorrearse aquella mierda por la cabeza y la cara, todos íbamos pelaos mochos y pintarse unas rayas resiguiendo las costillas como la tribu del mau mau. Salió un voluntario y se hizo una prueba que no satisfizo a nadie, pues con la inexistente luz de la calle aquello ni se veía ni na y además luego habría que quitarse toa esta mugre antes de ir a casa.

Descartada la propuesta, seguimos pendientes de la calle el Bolo, pero por allí no bajaba ni un gato. El que sí subió por la carretera de la Barrosa fue el Valentín y nos dijo que habían dao la vuelta por el Rueo con la intención de pillarnos despreveníos entrando por la calle San Francisco, que estaba totalmente a oscuras. Nos hizo jurar que no lo delataríamos y se fue por donde había venido. Mandamos un centinela a inspeccionar la calle San Francisco, que al poco volvió diciendo que había visto sombras rondando por la jerrería del maestro Minuto.

Decidimos pasar de sorprendidos a sorprendedores. Nos pegamos a la pared del convento de las Hermanitas, totalmente a oscuras, y en cuanto estuvieron lo bastante cerca salimos de la oscuridad, nos plantamos en medio la calle y empezamos el apedreo, del que se libraron en buena parte porque al verse sorprendidos retrocedieron rápidamente hasta el Pozo Ancho, fuera del alcance de los proyectiles. Ellos llevaban su provisión de piedras intacta en los bolsillos, pero viendo que, si avanzaban, nosotros echaríamos a correr poniéndonos fuera del alcance de sus pedrás, como eran superiores en número, nos dijeron que dejarían las piedras en el suelo y que entráramos al cuerpo a cuerpo. Contestamos que no nos fiábamos. Después propusieron que lucharan los capitanes, propuesta que también rechazamos.

Entonces, al ver que teniendo posibilidades de calentarnos nos íbamos a ir de rositas, lanzaron un ataque relámpago. Echaron una carrera hasta la mitad más o menos de la calle San Francisco y allí soltaron todo el arsenal que llevaban en los bolsillos, pero nosotros ya estábamos parapetados. ¿Al final, una piedra perdía pegó contra una puerta y no tardó en oírse una voz, Antonio que ha sido eso? ¡Una piedra! ¡Una piedra! Sal y avisa a los municipales. Si hombre, qué quieres, que me escalabren. ¿Pero quiénes son? Y yo qué sé, seguramente una guerra entre pandillas. Asómate a ver si conoces a alguien.

Aunque aquella noche seguramente fueron muchos los que nos vieron con to el equipo, ante la posibilidad de intervención por parte de elementos ajenos al negocio, los dos ejércitos consideraron prudente la retirada por caminos por los que estaban seguros de que no se volverían a encontrar, al menos aquella noche. Así acabó la batalla del chalé de Camarita que al final se libró en la calle San Francisco, con poco derramamiento de sangre.