Antes, los niños no jugábamos, nos pegábamos. Los grandes les zurraban a los chicos, los fuertes a los débiles, los malos a los buenos, los de la calle Nueva a los de la calle Mediomanto, los del pupitre de atrás a los del pupitre de delante, los del Postigo a los de la calle Cruz Verde. Los padres pegaban a los hijos, los maridos a las mujeres (ahora también, aunque menos), los hermanos mayores a los menores, los niños a las niñas. Sólo los niños pobres no recibíamos de los ricos, o viceversa, pero eso era porque vivíamos en mundos aparte. Me encontraba siempre entre los que recibíamos porque era el más pequeño y apocado de la calle Nueva. Reflejo inequívoco de aquel mundo en permanente lucha eran las cabezas abiertas y las piernas y lo brazos llenos de postillas y cicatrices mal curadas. Hay varias generaciones con la piel marcada por las calicheras de la violencia cotidiana de aquella época.
Eso ocurría porque la violencia, como la covid, es contagiosa. De improviso, un mal día se produce un brote aquí o allá que se extiende por el planeta lo mismo que un virus que salta de portador en portador y llega a amenazar a la humanidad entera. La violencia puede ser un hecho aislado que puede adquirir categoría de pandemia global. La paz también se contagia, aunque ésta se propaga más lentamente y lo hace mediante un virus benigno cuya secuela principal son los rostros de felicidad que se observan por la calle. Todo lo contrario que el virus de la violencia. La violencia crece primero de forma lenta, casi imperceptible. Llegado un momento, alcanza considerable velocidad y, en su fase última, estalla como un rayo.
Que la violencia es contagiosa lo pueden corroborar los que fueron niños durante la dictadura del general Franco. El virus de la violencia cargaba el aire de la España de los años 40, 50, 60 y 70. El ventarrón olía a sudor húmedo, a cerrado, y subía calle Nueva arriba desde el ruedo. La atmósfera venía saturada de ese virus brutal y se materializaba en una "guantá" por menos de nada, una paliza sin venir a cuento, una pelea en cualquier esquina, una redada sin ninguna razón, una detención porque sí o porque no. La violencia, la arbitrariedad y la corrupción son los tres virus sobre los que se sustenta la pandemia de toda dictadura. Curiosamente, la violencia, la arbitrariedad y la corrupción son enfermedades contagiosas. De la corrupción sabíamos poco los niños de entonces, pero de la violencia y de la arbitrariedad hacíamos cursos intensivos y hasta másteres cada día que pisábamos la calle.
La violencia no necesitaba un motivo. Parecía bastarse por sí sola. Era arbitraria, por tanto. Porque sí, y punto. No hay en el castellano una expresión más brutal y violenta que ese "¡y punto!". Como los virus, la violencia no necesita que se la invite ni que se incite. Le basta la coartada del poder. Si el poder la ejerce (lo mismo que la corrupción y la arbitrariedad) el pueblo se siente legitimado para hacerlo también. De ahí que los discursos del odio sean tan peligrosos: ofrecen cobertura y justificación a los violentos.
Los niños ignorábamos que nuestras batallas campales contra los niños de otros barrios eran el reflejo mimético de una sociedad atravesada de punta a cabo por la violencia de la dictadura. Lo supimos después. Supimos más tarde que la violencia, como una cascada invisible, venía desde lo más alto de la jefatura del estado e impregnaba la actuación del último municipal del pueblo, empapando igual que una silenciosa mancha de humedad los muros de las cárceles, los sótanos de las comisarías y las ventanas de las alcobas, para aterrizar finalmente en las aceras donde nosotros disputábamos la primacía a las canicas o al trompo.
Supimos tarde, aunque por fin supimos, que "la letra con sangre entra" no era un método pedagógico de eficacia probada, sino una consigna política cuya finalidad era acostumbrarnos desde chicos a doblar la cerviz ante el poder. Cualquier poder. El poder del jefe del estado sobre el pueblo, el poder del comisario político o del sargento policial sobre el vecindario, el poder del rico sobre el pobre, del empleador sobre los empleados, del señor sobre los vasallos, del padre sobre los hijos, de los maridos sobre las mujeres, de los hermanos sobre las hermanas, de los gallitos del barrio sobre los pollitos del corral. En cascada, de arriba abajo, mientras no mediase una revolución que lo pusiese otra vez todo patas arriba.
Que la violencia es contagiosa y se extiende a la velocidad del rayo lo pueden corroborar los ciudadanos de Estados Unidos. Pueden corroborar que ha caído en cascada de arriba abajo durante los años de mandato de Donald Trump. Probablemente desde mucho antes, tal vez desde la cultura del lejano oeste en la que sobrevivía el más rápido en desenfundar el revólver. El discurso del odio de Trump, la supremacía blanca que exige a los demás sometimiento, conocido aquí como "la letra con sangre entra", ha infectado a la parte más vulnerable del tejido social americano y ahora atraviesa con la fuerza devastadora de un tornado los muros de las escuelas y los centros comerciales dejando un reguero dolor y muerte.
El párrafo que sigue es de la periodista Elda Cantú, publicado en el The New York Times: "A la maestra Irma García la hallaron sin vida abrazada a sus alumnos de cuarto grado. García es una de las 21 personas que han perdido la vida esta semana a manos de un hombre armado que entró a la escuela primaria Robb en Uvalde, Texas, y disparó. Su colega Eva Mireles también murió ese día, así como 19 niños y niñas. Algunos se llamaban Alexandria, Amerie Jo, Annabelle, Eliahna, Ellie, Jackie, Jayce, Jose, Jailah, Layla, Lexi, Makenna, Nevaeh, Rojelio, Tess, Uziyah y Xavier. Algunos habían recibido su diploma del cuadro de honor ese mismo día. Todos se preparaban para sus vacaciones de verano. Eran deportistas entusiastas, hermanos cariñosos, niñitos amados por sus familias. Y ahora van a ser extrañados y recordados. El del martes fue el tiroteo masivo más mortífero registrado en Estados Unidos en lo que va del año. Hasta ahora, según la organización The Gun Violence Archive, en el país ha habido 213 tiroteos y en 10 de ellos la cifra de víctimas mortales ha sido de cuatro personas o más".
¿Qué nos está pasando? ¿Qué pasa en la cabeza de tantos seres humanos que deciden liarse a tiros contra otros seres humanos a los que ni siquiera conoce? En el terreno individual es difícil encontrar respuestas a esas dos preguntas. Es más fácil hacerlo en el ámbito social, colectivo, político. Uno no puede evitar que los últimos sucesos de Estados Unidos le traigan a la memoria el ambiente de violencia que sufrimos los niños crecidos en la dictadura de Franco.
(Foto de portada: El Times)