Llega la noche y el sonámbulo que vive en nuestro interior despierta, es entonces cuando los sueños crecen. La oscuridad hace que las pesadillas se vuelvan más crueles aún; también las utopías y hasta alguna quimera parecen viables. Todo lo bueno será posible, por qué no. La congoja de hoy se convertirá en anécdota mañana, algo para recordar en la distancia entre tímidas sonrisas. La noche emite su veredicto sobre el día que se fue para no volver. ¿Se habrá desperdiciado? No hay que perder la esperanza, vendrán otros sin duda mucho mejores, aunque también peores. Ahora necesitamos el silencio que nos haga navegar por océanos improbables. En el oscuro abismo transitan el escepticismo, el pesimismo, el existencialismo y muchos “ismos” más, pero sobre todo los recuerdos que acechan detrás de cada esquina.

Caminamos entre gatos pardos y murciélagos de colmillos afilados, qué suerte, son más apacibles que los sapos cancioneros que nos tragamos a diario. Los enanos crecemos de noche hasta las alturas para caer achaparrados hasta el sótano al amanecer. En la oscuridad, liberados del jefe de pista, dejamos de sentirnos caniches en un circo lleno de fieras. De día somos como lagartos buscando el Sol. A unos les dora la piel, a otros les achicharra el alma. Pero la noche nos iguala a todos cuando aullamos a la Luna de hormigón teniendo una cueva en la que refugiarnos.

Acelerando el paso por las calles que moja el otoño, la ciudad se refleja distorsionada en el suelo como si fuese una caricatura o una abstracción de llamativos colores desdibujados. A veces somos como Bruce Sprigsteen "bailando en la oscuridad" con la coreografía de los semáforos. Otras veces somos actores representando dramas, comedias y monólogos, pero siempre la misma obra. En el reloj sin arena en el que vivimos se repite la cadencia de la monotonía, pronto llegará el invierno.

Sin embargo, transitando calles nos sentimos libres, propietarios del espacio público. Las calles, las bonitas y las feas, nos pertenecen a todos, como las gotas de lluvia, como el aire fresco que golpea despacio en la cara, como el silencio cómplice de las farolas. La noche es nuestra. Las ciudades, las bonitas y las feas, fueron construidas al raso por miles de personas durante siglos, muchas lluvias, muchos soles, muchos otoños, muchas catástrofes, mucho frío en la cara. Los urbanitas pasamos de puntillas por la patria del asfalto y el adoquín durante una vida que es muy corta. Nadie recordará que las calles fueron tuyas y mías, que fuimos parte del panal.

La necesidad humana de hablar, conocer, intercambiar, discutir y mezclarnos hizo que los caminos se cruzasen. Las ciudades son nuestro hábitat, no hay sociedad sin poblaciones, sin las grandes ni las pequeñas. A ese cruce de caminos y vidas se le llamó mercado. Era el aparato digestivo, el corazón, el espíritu y el cerebro del pueblo que sobrevivía  al señor del castillo. Hoy el mercado es otra cosa, las ciudades y los pueblos ya no tienen estómago, ahora tienen Mercadona. El mercado es un ente sin alma que se juega a la ruleta, una tarta ajena con el dinero de otros. A eso le llaman bolsa de valores, a mí me contaron que los valores eran otra cosa.

Hoy las ciudades son tableros de Monopoly en el que unos tahúres se quedan con inmuebles con vidas dentro, comercios centenarios, con las aceras, el silencio, los gorriones y hasta con el aire respirable. Sin loro en el hombro, sin parche en el ojo, ni pata de palo, nos están robando el espacio para ponerlo a producir huevos de oro. Engorda un mundo de rentistas sin más interés que el interés, no creen en crear nada. “Busines es busines”, la pela es la pela, el euro, el euro y nunca se les llena el gañote, demasiada viruta para tan pocos carpinteros. No comprendo la vida moderna, igual estoy obsoleto, no me gustan los matones que asustan a las viejecitas, ni los alquileres de armarios que superan el salario medio. Los ultramarinos agonizan al lado de los cadáveres de las zapaterías y a los bares ya no les quedan esquinas disponibles. El silencio del día y de la noche se parecen cada vez más, a este paso caminaremos por las ruinas de lo que fue la ciudad, transformada ahora en Herculano tras la explosión del Vesubio.

Antes que despunte el día, en mi soliloquio rememoro cada rincón, cada bocacalle, lo que hubo un día que no vivirá más noches. No hubo erupción volcánica, no fue una catástrofe natural, sino animal, provocada por depredadores que se manejan en bitcoins. Las ciudades no están hechas de edificios de oficinas, pisos turísticos, cafeterías con café aguado y comida de plástico, sino de vidas. Prefiero los fantasmas sonámbulos a los contables con calculadora solar.

“Que bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche”. (San Juan de la Cruz)